Galameith: Yo, Galameith

III. Yo, Galameith

            Por primera vez en mucho tiempo podía dormir tranquilo, seguro de que la criatura no irrumpiría en mi descanso. Podría retomar mis paseos, volver a cuidar mi paladar con manjares exquisitos y, sobre todo, me quitaría de una vez por todas la terrible fama que me acompañó desde que me encontré con Galameith. Aquella noche descansé como no lo había hecho en semanas, tan solo perturbado por las ligeras ráfagas de viento que soplaban en el exterior. A la mañana siguiente, tomé los pocos alimentos que quedaban en mi despensa y salí a la calle con total despreocupación. Era una preciosa mañana, el sol comenzaba a alzarse en las alturas y bañaba con su luz a toda Emerald City. La gente, alegre y bulliciosa, se arremolinaba alrededor de los puestos de comida, dispuestos a reponer sus energías para afrontar sus duras jornadas de trabajo. Yo, por el contrario, podía dejar pasar el tiempo, dedicándome a disfrutar de los últimos días de mi larga vida.

            Caminé entre las multitudes, me estaba acercando al centro de la ciudad, lo cual, por supuesto, significaba que pasaría por mi antiguo local. Una sombra de lamento se apoderó de mí por un instante. El negocio que tanto me había costado levantar quedaría ahora olvidado, hasta que algún heredero del señor Wade, si es que existía, lo reclamase. La fachada, de un blanco impoluto, estaba tal y como la recordaba; tan solo las contraventanas y la puerta, cerradas a cal y canto, revelaban que hacía tiempo que allí no se desempeñaba actividad alguna. Daba pena ver un lugar tan marchito y enmudecido rodeado de tanta vida. Por un instante, creí escuchar cómo mi tienda me llamaba, como si anhelase volver a sentir mi presencia. Tentado, decidí regresar a casa y buscar la llave que tenía de repuesto. Con Lambert muerto dudaba que nadie se molestase por mi irrupción. Resuelto, volví a mi negocio y, empuñando la llave con firmeza, la introduje en la cerradura. Tras un satisfactorio “clack” la puerta se desbloqueó y chirrió al abrirse. Me adentré en la penumbra, prendí una de las lámparas de queroseno y cerré la puerta a mis espaldas. Estaba todo tan vacío… De los percheros pendían perchas desnudas y el mostrador estaba cubierto de polvo e incluso albergaba alguna que otra telaraña. Emití un leve suspiro, recordando los largos días que había pasado apoyado en el precioso mueble de madera que ahora se veía tan deslucido. Todo parecía en el mismo sitio en el que yo lo había dejado, lo cual me suscitó más preguntas. ¿Estaría ya bajo la influencia de la terrible criatura cuando me compró el local? Y, de ser así, ¿con qué objetivo lo haría?

            Me aproximé al mostrador, quedando de frente con la puerta a la trastienda, que permanecía cerrada tal y como la dejé la última vez que estuve allí; sin embargo, una huella en el polvo revelaba que había sido abierta hace poco. No podía esperar nada bueno de Galameith, de modo que me decidí a inspeccionar la trastienda; ahora que había sido aniquilado, nada debía de temer por su parte.

            Toqué el pestillo con la mano, estaba frío, demasiado frío para un día tan soleado. Un mal presentimiento sacudió mi ser. Instintivamente, aparté la mano como si aquella puerta fuese lo único que me separaba de un mal inenarrable. "No tienes nada que temer", me repetí a mí mismo antes de volver a agarrarlo y abrir.

            Un viento gélido sopló del interior, como si el mismísimo invierno estuviese gritándome y su aliento bañase mi cara. La luz de la lámpara, que apenas llegaba a iluminar unos pocos metros, no alcanzaba a revelar la fuente del desagradable olor que invadía la trastienda... un olor sepulcral a podredumbre. Tembloroso, me adentré en la oscuridad, disipándola con el cálido beso del fuego y revelando aquello que —quien sabe cuánto tiempo— había permanecido oculto en el corazón de mi negocio. La pila, llena de agua enrojecida, estaba cubierta de espuma maloliente, donde las moscas proliferaban emitiendo fuertes zumbidos.

            No podía soportar el nauseabundo aroma, y habría salido corriendo de no ser por mi fuerte resolución, que me impelía a descubrir lo que la abyecta criatura allí guardaba. En un alarde de valentía, me arremangué la camisa y metí el brazo. Palpando entre el agua sanguinolenta y la fétida inmundicia que allí habían vertido, localicé por fin un objeto sólido. Lo agarré con fuerza, pues era viscoso y se escurría entre mis dedos, y tiré. Un fuerte espasmo en mi estómago llenó mi boca de amargo vómito, que cayó al lado del miembro que, por puro instinto, acababa de tirar al suelo. Lo que había encontrado en la pila no era otra cosa que un antebrazo de un cuerpo descuartizado, probablemente de alguno de los infelices que desaparecieron. Galameith los había matado y, por alguna razón, los redujo a trozos de carne y los sumergió en la pila de mi antigua lavandería.

            —Es muy propio de él —pensé—, pues destruye todo cuanto toca.

            Hice el amago de correr; tenía que avisar a la buena gente de Emerald City del infausto final que tuvieron los desaparecidos. Sin embargo, una extraña imagen se apoderó de mi mente. Me vi a los pies de mi lavandería, rodeado por una multitud furiosa. Podía ver el odio contaminando su mirada, un odio tan intenso que lo sentía, brotando de sus bocas y narices como un efluvio tóxico que dañaba mis sentidos. Armados con rifles, machetes, cuerdas y antorchas, estaban preparados para abalanzarse sobre mí y liberar su furia.

            —Pensarán que yo lo hice —reflexioné—. Todos me han visto actuar de forma extraña. Si le cuento al sheriff lo que he visto tan solo habré anudado la horca sobre mi cuello. —Lleno de rabia, apreté los puños, consciente de que, al quemar Bourbon Estate y el libro, había acabado también con cualquier prueba que pudiese exculparme.

            Solo podía cerrar el local de nuevo y desaparecer. Con suerte, cuando por fin todo saliese a la luz yo estaría lejos. Iba a salir de allí y cerrar con llave cuando una voz siseante invadió mis pensamientos.

            —¡No puede ser! —exclamé.

            —Todos lo sabrán —susurró.

            —¡Yo te maté, Galameith! —le dije, apoyando mi espalda contra la pared.

            —Todos lo sabrán.

            —¡No puedes estar vivo!

            —Todos lo sabrán —repitió—. Solo te queda una alternativa, James Greene.

            —¡Déjame en paz, engendro! —grité, salpicando de luz cada rincón en busca del insidioso mal acechante.

            —Tú lo hiciste porque tú eres yo —siseó.

            —Yo no soy tú —repliqué.

            —Lo serás… o morirás. 

            Su voz desapareció por fin de mi cabeza, pero antes de que por fin me decidiese a salir y llevar a cabo el plan que acababa de trazar la lámpara de queroseno voló violentamente hasta el suelo, rodeando de llamas todo mi negocio. Salí para descubrir que ya era tarde para escapar. El abundante humo me había delatado y la gente se agolpaba a la puerta, dedicándome miradas de extrañeza.

            —¡Sal a la luz y morirás o…!

            —¿O qué? —pregunté desesperado.

            —Sé Galameith —me dijo con frialdad—. Acéptame en tu interior y te libraré de la horca.

            —¿Y acabar como el pobre Lambert Wade? —objeté.

            —Yo soy Lambert Wade, necio —me gritó—. Si alguna vez su patético cuerpo albergó algo mínimamente coherente, eso fui yo.

            —No seré tu marioneta —repliqué, tembloroso.

            Miré a la calle, los transeúntes, que se habían parado delante de la puerta, me extendían sus manos, tratando de salvarme de las llamas. Instintivamente, me alejé de ellos, pues sabía que, una vez fuera, mis días estarían contados. Repartí miradas nerviosas a la calle y al interior, incapaz de decidir qué hacer. Entre los gritos de la muchedumbre, el crepitar de las llamas y los latidos de mi propio corazón, escuché de nuevo los susurros de Galameith.

            —Conmigo serás inmortal —me dijo.

            —¡No quiero oírte! —grité.

            La voz desapareció y las llamas avanzaron, tanto que apenas unos pocos metros me separaban de la muerte. Ya era tarde para salir; estaba atrapado. Si tenía que elegir entre morir quemado y albergar aquel mal en mi interior, la decisión estaba clara.

            —¡Galameith! —grité.

            No hizo falta más. Un humo negro penetró en mis pulmones y mi consciencia se apagó poco a poco hasta quedar sumido en un apacible sopor. Ahora todo es agradable, ya no tengo hambre, ni frío, ni sueño. Ya nunca tengo que agazaparme entre las sábanas bajo la luz de las velas, pues yo soy Galameith.

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