Galameith: El extraño caso de Lambert Wade

 

II. El extraño caso de Lambert Wade

            La ciudad había sido sacudida por una oleada de inusitadas desapariciones. La preocupación crecía y crecía hasta el punto de que los niños ya no revoloteaban alrededor de mi ventana, cosa que habría agradecido de no ser por la causa que lo había provocado, cuya razón era para mí tan evidente que no podía evitar sentirme frustrado por no poder mostrarle a los demás mis descubrimientos. Todos los casos compartían una única característica en común: antes de desvanecerse, las víctimas habían compartido extrañas fabulaciones además de desarrollar conductas erráticas.

            Yo, mientras tanto, permanecía en mi hogar todo el tiempo posible, enfrascado en mis lecturas. Sin embargo, no había vuelto a abrir el desconcertante libro de cuero negro. Estaba tan asustado de su abominable naturaleza que lo mantenía guardado bajo llave en un baúl. Por las noches, en los momentos más silenciosos, cuando tan solo las estrellas y la fauna nocturna poblaban el exterior, creía oír voces ululantes emanando del salón. Sin embargo, cuando me levantaba de la cama y rasgaba con la luz de mi candil la profunda maraña de sombras que lo habían ocupado, la voz se deshacía como un jirón de nubes esparcido por el viento.

            Todas las noches, lo que en un principio tan solo era un susurro ininteligible iba poco a poco definiéndose hasta convertirse en una nítida voz aguda y serpentina. Notaba incluso el aliento del ser que profería el aullido aberrante; no era cálido como el de una boca humana, sino fétido y frío. Ya apenas dormía; me sentía cada vez más invadido por la presencia. Bajo mis ojos comenzaron a dibujarse bolsas y ojeras y mis huesos estaban cada vez más marcados en mi piel flácida y rugosa. Tenía tanto miedo de la calle que tan solo salía para aprovisionarme, y con menor frecuencia conforme el tiempo iba pasando. Mis comidas se volvían más livianas y frugales y me sentía cansado, temeroso y desanimado. Tenía que deshacerme de ese libro.

            Cogí la llave de la mesilla de noche y abrí el baúl, dispuesto a arrojar el libro a las llamas de la chimenea. Busqué entre una montaña de polvorientos bártulos, pero no hallé nada. El inquietante tomo se esfumó de la misma manera en que había llegado a mis manos; las voces, no obstante, no habían hecho sino aumentar. Invadido mi salón por la presencia, tan solo me quedaba el iluminado bastión del dormitorio.

            Pensé de nuevo en el pobre Lambert Wade, tal vez fuese así como su ruina había empezado; tal vez, muerto el joven y conquistada su morada, la bestia había escogido un nuevo feudo que conquistar y desde el cual seguir ejecutando sus perversas obras. No tenía nada que perder, así que decidí tratar de desentrañar el fenómeno: decidí volver al lugar que prometí no pisar nunca más; decidí regresar a Bourbon Estate.  

            Por ventura, Bourbon Estate estaba a las afueras; podría colarme a descifrar sus misterios bajo la cálida protección de la luz solar. No obstante, incluso la abundante luz del verano quedaría menguada por las opacas tablas que revestían la casa, de modo que llevé conmigo un buen farol de queroseno. También cogí una sólida palanca por si necesitaba forzar la puerta. Pertrechado, emprendí el camino, que se me hizo más extenuante de lo que recordaba. Conforme me iba acercando se revelaba la alta torre desde la cual la criatura me observó por primera vez. Aún estaba demasiado lejos como para distinguir forma alguna tras la ventana, pero no podía evitar sentirme observado; probablemente así fuera. Tal vez el ser informe ya supiera lo que pretendía. El cansancio, la visión de la torre y el sofocante terror que oprimía mi pecho hacían que cada paso que daba fuese más dificultoso. Los cascos de los caballos al golpear contra el suelo, las conversaciones de los viandantes, los chillidos de los pájaros… todo se mezclaba en una melopea que, lejos de eliminar la sensación de soledad que recorría mis fibras, tan solo me sumía en absoluta incertidumbre, pues, entre todas las notas que se hilvanaban en esa canción diurna, creí escuchar, como un viento gélido, el execrable susurro que todas las noches me atormentaba. Sin embargo, cuando centré mi atención en separar los sonidos para determinar su fuente, la voz se callaba. Tan solo aparecía cuando no permanecía vigilante, como si la presencia quisiese ocultarse de mi conciencia.

            Jadeante y lánguido, por fin llegué a Bourbon Estate, o, al menos, al lugar donde debía encontrarse, pues lo que apareció entonces ante mis ojos no era la hermosa finca que vi la primera vez, sino una versión suya que parecía haber sido arrollada en un momento por siglos y siglos de deterioro. La verja estaba ya doblada y oxidada; algunos tramos incluso habían sido derribados y atenazados al suelo por el impasible abrazo de las raíces. Ya no existían los rosales en flor, sino una selva enmarañada de espinos secos que casi no permitían ni transitar el camino a la entrada. En cuanto a los cipreses, quedaron desprovistos de sus hojas, como grandes estacas de madera podrida. El edificio no quedó tampoco impune: las ventanas estaban rotas y la pintura se había desconchado y oscurecido, la fachada era besada por una densa enredadera que llegaba hasta la amenazante torre y el tejadillo del porche se había derrumbado parcialmente.

            No podía ser cierto. ¿Cómo en los escasos meses que transcurrieron desde mi anterior visita podía haberse obrado semejante cambio? Tenía que ser obra suya; no había otra explicación. Galameith, la misma abominable criatura que mató a Lambert Wade lo había hecho; su infecta naturaleza había tomado por completo aquel lugar. Podía sentir su presencia, como un eco inquietante que recorría la finca punta a punta. Sin embargo, por más que busqué su negra sombra escrutando entre las ventanas, no había ni rastro.

            Con gran pesar, reuní mis fuerzas y me adentré en el camino, apartando las lacerantes zarzas con la palanca. Forzar la puerta medio desvencijada fue aún más fácil de lo que me imaginé. Ante el hueco de la puerta, una sala polvorienta se reveló ante mí, iluminada por la luz solar y la llama de mi farol. El suelo crujía a cada paso que daba y, si prestaba atención, podía distinguir el sonido de las alimañas que se habían hacinado tras las paredes. La amplia habitación, provista de muebles tapados con sábanas, albergaba grandes y tupidas telarañas que iban desde las estanterías hasta los rincones. Conforme me iba adentrando mi pulso se aceleraba, no estaba penetrando en un antiguo edificio, sino en el infierno, pues solo aquel lugar podía acoger a una criatura tan odiosa.

Pronto había inspeccionado por completo la planta baja, sin encontrar nada relevante salvo un gran espejo ligeramente agrietado. De entre todos los objetos de la casa, aquel era el único que no había sido cubierto con una tela. Casi parecía que la criatura desease que contemplase mi reflejo y, desde luego, no me pareció extraño una vez lo hice. Llevaba tanto tiempo oculto en mi dormitorio que no me había visto desde hacía largo tiempo y, a juzgar por la horripilante visión que la pulida superficie de cristal reflectante me proporcionó, habría preferido que hubiera continuado así.

            Fuese lo que fuese la criatura, disfrutaba atormentándome, mostrándome el amasijo de escombros en que me había transmutado desde que se descubrió ante mí. Por primera vez desde que mi vida se desmoronase, tan solo una fuerza me movía, la venganza. No podía permitir que el ser que deformó mi cuerpo de tal manera quedase impune. No quedaba nada por ver en la planta baja; de todo cuanto había encontrado, ni un solo detalle revelaba nada ni sobre la criatura ni sobre el desafortunado Lambert Wade, así que subí las escaleras armado tan solo con la palanca de hierro y la trémula luz de mi farol, que se estremecía en mi mano a cada paso que me acercaba a la torre. Una vez en el segundo piso escuché de nuevo la voz sibilante e ininteligible abriéndose camino a través de mi tímpano. Ignorando por completo la amenaza y el impulso de salir corriendo que trataba de apoderarse de mí, seguí explorando la segunda planta, convencido de que por fin me acercaba a algo que pudiera explicar todo cuanto ocurría.

            Así fue, cuando finalmente llegué a lo que debió de ser el dormitorio de Lambert, pude corroborar el espantoso destino que el joven había sufrido. Su cuerpo, inánime y cerúleo, yacía tendido sobre la cama polvorienta. Me acerqué para observarlo más de cerca. Sin duda no vivía, pero tampoco se observaba señal alguna de su deceso. No había ni siquiera comenzado a sucumbir a los rigores de la muerte; era como si el tiempo se hubiese detenido en el momento de su fallecimiento, manteniendo aquel cascarón céreo y vació inalterable. Sin embargo, el aspecto de Lambert no fue lo más extraño que vi allí, pues, entre sus manos rígidas, sostenía un libro encuadernado en cuero negro. Era el mismo libro que apareció en mi casa para luego esfumarse en silencio. Tiré con fuerza para arrebatárselo y lo sostuve con mi brazo para, una vez en casa, destruirlo y acabar con su mal.

            Aunque el hallazgo me planteó más dudas de las que resolvió, por lo menos ya sabía que, definitivamente, Lambert Wade había muerto. Sin embargo, seguía sin tener noticia de la espeluznante molicie que lo había asesinado, más allá del incesante murmullo que acariciaba mis oídos. ¿De qué me extrañaba? Era obvio dónde se encontraba Galameith: en lo alto de la torre. No tenía más excusas para postergar mi visita al rincón de la casa que me quedaba por explorar, así que puse el pie en el primer peldaño de la escalera de caracol e hice acopio de fuerza de voluntad para zambullirme en el mar de oscuridad que me aguardaba.

            Subí entre las telarañas y los chillidos de las ratas hasta que por fin me encontraba en una pequeña habitación desnuda. Me acerqué a la ventana sin cristal; desde ahí se podía ver toda Emerald City. De repente, noté cómo la temperatura se había desplomado, pese al calor del exterior y del resto de la casa. No podía verlo, pero estaba seguro de que estaba allí.

            Luchando para articular palabras, pues el aire no quería salir de mis pulmones, grité:

            —¡Galameith! —Nervioso, miré a mis alrededores. No había nada, pero escuché de nuevo el insoportable siseo, que se dirigía a mí con una insistencia obstinada; parecía que aquel ser quería comunicarse conmigo.

            —¡Galameith! —repetí, obteniendo el mismo resultado.

            No vi ni rastro de la criatura hasta que me di cuenta de la insoportable fetidez que manaba de mi brazo. Mi cuerpo se tensó cuando, temeroso, bajé la mirada y vi que el libro se había desatado en una masa informe y goteante, que manchaba el suelo de negra brea. ¡Era él! ¡El libro era él! Asustado, lo tiré al suelo y arrojé mi farol para reducirlo a cenizas, junto a toda la casa. La criatura recuperó otra vez la forma con la que se mostró ante mí a través de esa misma ventana, pero ahora engullida por una gran masa de incandescentes llamas. Clavó en mí su espantosa mirada e hizo surgir de su cuerpo un sinfín de tentáculos con los que intentó atraparme. Salí corriendo, bajando a tientas la escalera y golpeándome con los muebles en mi desesperado intento de escapar. Cuando por fin abandoné Bourbon Estate, la casa entera era un amasijo de llamas. El mal que había acogido ya no sería más que polvo.

            Llegué a casa aliviado, sabiendo que mi vida volvería a ser normal y que podría terminar de envejecer y morir en paz. Estaba en el salón cuando un nuevo silbido llegó hasta mis oídos. Esta vez, sin lugar a duda, debía ser el viento, pues Galameith había sido pasto del fuego. Sin embargo, tampoco había soplado la brisa durante esa tarde de verano y estaba resguardado dentro de mi casa. Inquieto, examiné la sala y pude ver el fulgor de una agonizante llama apagándose en mi chimenea. Vi los restos del libro, del que solo quedaba una página medio chamuscada en la que podía leerse:

            “Si ya viste a Galameith, da igual lo que hagas. Su voluntad es fuerte, tan fuerte como su hedor y, si se mostró ante ti, es que vino a reclamarte. Cuando comencé a escribir este diario no era más que Lambert Wade, un joven comerciante de Cannon City; ahora mi nombre se ha difuminado, pues no soy otro que Galameith”.

            Acerqué el pedazo de papel a la vela y terminé de destruirlo. Nadie jamás volvería a escuchar aquel abominable nombre. Nadie jamás volvería a escuchar el nombre de Galameith, pues yo me llevaría el secreto a la tumba.

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