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Mostrando entradas de junio, 2022

Soneto Nº12 (Soneto antiñoño)

¿Quién pudiera plasmar en un poema de la muy dulce Filis el aspecto sin tañer cien mil liras al respecto ni escribir cien mil versos sobre el tema?           Y así, yo me pregunto, en este lema que bien cuidar pretende el intelecto si bien siempre curando del afecto y el meloso sonido del fonema.           ¿Tiene el amor tal peso en el poema, que poniendo su foco en este aspecto, no pueda sin adorno hablar del tema?           ¿Tan fuerte es en la lira dicho afecto que, descuidando siempre el intelecto, se escriben mil sonetos al respecto?  

Un largo viaje

  Cannon City, 12 de octubre de 2362             —¡Otra botella de bourbon! —le grité al camarero.             —¿No cree que ya ha bebido suficiente, señor Marian? —me preguntó cortésmente— Por favor, baje los pies de la mesa, lo prohíbe la política de la casa.             —¡Kenny! —exclamé— ¡Venga, tráeme otra botella y siéntate conmigo! Yo invito —me vi interrumpido por un ataque de hipo. Luchando para articular bien las palabras añadí— Eso no es algo que diga a menudo.             Empecé a reírme de tal forma que uno de los parroquianos habituales del bar dejó de beber y se acercó a mí. Me miró de manera desafiante y me dijo— ¡Cállate, borracho!            Me levanté enfurecido por el tono con el que se había dirigido a mí y, sin mediar palabra, le di tal cabezazo en la frente que lo derribé. Sus amigos, que estaban sentados observando la escena, se pusieron en pie y se arrojaron sobre mí con las manos desnudas. Dadas las condiciones en las que estaba, me fue imposible esq

Como un ángel yo quiero...

          Como un ángel yo quiero surcar de madrugada el frágil cielo, y al dorado lucero sobre el purpúreo velo saludarle sumido en grácil vuelo;   tocar el horizonte a lomos de Pegaso con el dedo; en la cima de un monte ante un público quedo dictar sin miedo al mundo un nuevo credo;   darle un beso a la luna y al sol cegar de celos por el día, teñirlo de aceituna darlo al ala vacía de un olivo tendido en la masía;   poblar la rica agua  de la gélida mar del dios marino y forjar en la fragua, de Vulcano, con tino, contra el odio un escudo diamantino;   perderme en el desierto, de océanos de arena rodeado; hundirme en el Mar Muerto para alcanzar a nado la cima en que los dioses han morado;             pisar la tierra firme y escuchar en el viento su secreto; en un prado dormirme, esbozar un boceto en el que el mundo quepa en un soneto;   romper el limpio hielo a fuerza de sonora carcajada y vencer este anhe

Un tiroteo en Ocean City

  13 de febrero de 2387             Llevaba ya una semana de descanso forzado en mi residencia, en Marianville. Según el sheriff, Bill Grames, llevábamos un año muy tranquilo. Tras la última batida coordinada que llevaron a cabo todas las milicias de la Confederación de la Costa no había quedado ni un solo saqueador en nuestra nación. La mayoría habían sido exterminados, otros capturados y colgados o condenados a trabajos perpetuos y vendidos en Ocean City y Botany Bay market. Los más afortunados consiguieron abandonar nuestro país a tiempo, probablemente en dirección a Raider’s Cradle, la única ciudad de Eastcounty fundada y habitada por saqueadores; una especie de comuna de criminales.             Ese año apenas había entregado a ningún criminal. Sobrevivía a base de cazar y pescar, alimentándome con las piezas capturadas y vendiendo las pieles en el mercado de Marianville para conseguir algo de dinero. Con todo, de los cinco mil doblones que tenía ahorrados, tan solo me quedaban

Pieles secas

  20 de septiembre de 2398          —¡Ah, Lester Marian! —exclamó Bill Grames— ¡Me alegro de volver a verte!             —Lo mismo digo —le respondí sonriente.             —¿Qué me traes esta vez?             —¡Siempre tan directo, sheriff! Venga conmigo, se lo mostraré —le dije amablemente.             Salimos de la oficina y nos movimos por las desiertas calles del pequeño asentamiento de Marianville hasta un poste cercano a un puesto de comida, a las puertas de la valla que rodeaba el pueblo.             —¡Caramba! —gritó el sheriff emocionado al ver lo que llevaba cargado sobre mi caballo— ¿Así que se resistió, eh? Ese hijo de perra siempre fue muy escurridizo. No me puedo creer que lo hayas matado.             —A él y a todos sus hombres —añadí— ¿Qué pasa, viejo roñoso? ¿Te cuesta desprenderte del dinero?             Examinó mi caballo y dijo—Murray el Tuerto y dos de sus secuaces. Eso hace un total de mil doscientos doblones ¿Qué fue del resto de la banda?