Galameith: La sombra de Bourbon Estate

 

Emerald City, 12 de junio de 2350

I. La sombra de Bourbon Estate        

Durante los años de mi juventud me vi expuesto a horrores innombrables; la clase de sucesos que solo pueden verse cuando te sumerges en las retorcidas y enajenadas mentes de los saqueadores, deformadas por el uso prolongado de las más abyectas sustancias. Limpiando sus campamentos descubrí tales cosas que provocarían el desmayo de cualquier persona civilizada. Fue tanta la maldad y la crueldad que vi que, una vez hube terminado mi servicio, decidí no volver a salir de los confines de mi amada Emerald City. Conseguí así, renunciando a la sed aventurera propia de la juventud, acaparar más años de los que la mayoría de gente puede presumir.

            Invertí todo mi esfuerzo en levantar mi propio negocio, una pequeña lavandería ubicada cerca del Colonial Inn, en la parte más bulliciosa del poblado. Trabajé con ahínco hasta que los males de la vejez comenzaron a anquilosar mis manos, encorvar mi espalda y despoblar mi cabeza. Solterón como era y sin descendencia, me propuse vender mi negocio para que otro pudiese continuar mi labor. Después de años de esmero y absoluta dedicación, había logrado ahorrar suficiente dinero como para vivir en paz el resto de mis días, de modo que no tendría que preocuparme por quedar desocupado.

            Recibí varias ofertas. De entre todas, la más ambiciosa fue la de un joven de tez pálida, pelo negro engominado y labio decorado por un fino pero espeso bigotillo; su nombre era Lambert Wade y acababa de llegar a la ciudad. A primera vista, se trataba de una persona honrada y, por lo tanto, no puse objeción alguna a la hora de venderle mi local. Su generoso pago me permitió incluso despojar mi hogar de la decrepitud en que el paso del tiempo lo había sumido, convirtiéndolo en una de las más bellas casas de la ciudad. Viví unos maravillosos meses de deliciosa paz, dedicando mis días a dar agradables paseos por la mañana, disfrutar de deliciosos manjares al mediodía y sumergirme en las páginas de mis libros hasta bien entrado el atardecer.

            Mi vida era maravillosa, aunque no libre de preocupaciones, pues algo me intrigaba poderosamente. Durante mis caminatas, solía pasar por mi antigua lavandería, que siempre permanecía cerrada. Por más que intentaba aparecer por allí a distintas horas, siempre obtenía el mismo resultado: la puerta estaba cerrada, las ventanas tapadas y no se podía hallar indicio de actividad alguna ahí dentro. Preocupado, decidí hacerle una visita a mi comprador. No fue tarea fácil encontrarle, pues en Emerald City nadie había siquiera oído el nombre de Lambert Wade; aunque tuve que pasarme por el registro para obtener su dirección, finalmente ahí me encontraba, en las afueras, delante de Bourbon Estate, una espléndida y espaciosa casa de dos plantas rematada por una alta torre blanca y rodeada por una verja metálica. Alrededor se extendía un vasto jardín repleto de hermosos rosales en flor. Altos y esbeltos cipreses bordeaban el sendero hasta el porche, delimitado por una blanca e impoluta balaustrada. Golpeé la puerta. Nadie respondió. Probé por segunda vez, pero obtuve el mismo resultado. No había nadie.

            Retrocedí varios pasos y examiné la fachada. Por un momento, tan solo un instante, creí ver una masa monstruosa observándome desde la ventana más alta. Sin embargo, el espanto desapareció en un parpadeo. Un espeluznante desasosiego se apoderó de mí. No estaba seguro de lo que había visto. ¿Era siquiera real? Un siseo reverberó en mis oídos. Aterrado, me di la vuelta, esperando Dios sabe qué inenarrable criatura. No había nada. ¿Habría sido el viento? No, aquella bochornosa tarde no había soplado ni una sola ráfaga de viento. Asustado, decidí abandonar aquel lugar maldito para nunca regresar.

            Los siguientes días transcurrieron con gran turbación, pues no podía sacar de mi cabeza la ominosa criatura que mis ojos creían haber visto. Cada vez estaba más seguro de que lo que había visto era real, no podía ser de otra manera… o, tal vez, hubiese perdido el juicio. Poco a poco, la imagen informe iba acaparando más partes de mi pensamiento hasta convertirse en una obsesión malsana. Nunca más volví a dar mis paseos; el simple hecho de salir de casa me producía pavor. La criatura, sin duda, podría verme desde la torre. La penumbra comenzaba a provocarme inquietud; bajo su manto no podría distinguir la figura de la que tanto me horrorizaba. Por las noches me encerraba en mi habitación, siempre protegido por la luz de las velas.

            Mi conducta, vista por los demás como algo excéntrico y demente, valió para hacer correr mi nombre por todas las bocas de la ciudad. Los niños que correteaban por las calles paraban junto a mi ventana y gritaban, burlándose del viejo James Greene. ¿Qué podía hacer yo para evitar las burlas? Contarle a los demás lo que había visto no haría sino manchar aún más mi reputación, terminando de asentar la idea de que no estaba en mis cabales.

            Sin otra cosa que hacer, me enfrasqué en mis lecturas hasta haber releído toda mi biblioteca. Una mañana, después de un ligero desayuno, me acerqué a la estantería y revisé mis libros. Los había leído todos al menos cinco veces, pero era la única forma en que podía mitigar mi aburrimiento. Indeciso, fui tomándolos uno a uno con mis rígidas manos, repitiendo en mi cabeza los mismos títulos que tantas otras veces había tenido entre mis dedos. De repente, noté cómo sobresalía el lomo de un libro negro, encuadernado en cuero. No recordaba haberlo comprado. Estaba seguro de que tampoco lo había encontrado en alguna de mis aventuras de juventud.

            Lo cogí y examiné la portada: grandes letras doradas formaban la palabra Galameith. Lo abrí y comencé a leerlo:

            “De todas las terroríficas visiones que mi mente enajenada me había regalado, no contemplé jamás una más angustiosa que la de Galameith. Sus ojos siempre miran airados, iluminados con el color de la sangre; su cuerpo, inmundo, no es más que un amasijo viscoso de una brea repugnante que parece tomar forma a su antojo, y su voz, como un viento sibilante, conseguiría encoger el alma de la persona más piadosa. Le doy gracias a Dios por dar vida a este ser tan solo en los confines de mi atormentada mente; el simple hecho de imaginar lo que una criatura así podría hacer en la realidad me hiela la sangre…”

            ¡Era él! Era la abominación que creí haber visto en la casa de Lambert Wade; la misma que probablemente le hubiese arrebatado la vida al desafortunado emprendedor "¡Pobre Lambert Wade!", pensé. Vergonzosamente, me sentí reconfortado: a pesar de todo, la criatura no había conseguido alcanzarme.

II. El extraño caso de Lambert Wade

            La ciudad había sido sacudida por una oleada de inusitadas desapariciones. La preocupación crecía y crecía hasta el punto de que los niños ya no revoloteaban alrededor de mi ventana, cosa que habría agradecido de no ser por la causa que lo había provocado, cuya razón era para mí tan evidente que no podía evitar sentirme frustrado por no poder mostrarle a los demás mis descubrimientos. Todos los casos compartían una única característica en común: antes de desvanecerse, las víctimas habían compartido extrañas fabulaciones además de desarrollar conductas erráticas.

            Yo, mientras tanto, permanecía en mi hogar todo el tiempo posible, enfrascado en mis lecturas. Sin embargo, no había vuelto a abrir el desconcertante libro de cuero negro. Estaba tan asustado de su abominable naturaleza que lo mantenía guardado bajo llave en un baúl. Por las noches, en los momentos más silenciosos, cuando tan solo las estrellas y la fauna nocturna poblaban el exterior, creía oír voces ululantes emanando del salón. Sin embargo, cuando me levantaba de la cama y rasgaba con la luz de mi candil la profunda maraña de sombras que lo habían ocupado, la voz se deshacía como un jirón de nubes esparcido por el viento.

            Todas las noches, lo que en un principio tan solo era un susurro ininteligible iba poco a poco definiéndose hasta convertirse en una nítida voz aguda y serpentina. Notaba incluso el aliento del ser que profería el aullido aberrante; no era cálido como el de una boca humana, sino fétido y frío. Ya apenas dormía; me sentía cada vez más invadido por la presencia. Bajo mis ojos comenzaron a dibujarse bolsas y ojeras y mis huesos estaban cada vez más marcados en mi piel flácida y rugosa. Tenía tanto miedo de la calle que tan solo salía para aprovisionarme, y con menor frecuencia conforme el tiempo iba pasando. Mis comidas iban volviéndose más livianas y frugales y me sentía cansado, temeroso y desanimado. Tenía que deshacerme de ese libro.

            Cogí la llave de la mesilla de noche y abrí el baúl, dispuesto a arrojar el libro a las llamas de la chimenea. Busqué entre una montaña de polvorientos bártulos, pero no hallé nada. El inquietante tomo se esfumó de la misma manera en que había llegado a mis manos; las voces, no obstante, no habían hecho sino aumentar. Invadido mi salón por la presencia, tan solo me quedaba el iluminado bastión del dormitorio.

            Pensé de nuevo en el pobre Lambert Wade, tal vez fuese así como su ruina había empezado; tal vez, muerto el joven y tomada su morada, la bestia había escogido un nuevo feudo que conquistar y desde el cual seguir ejecutando sus perversas obras. No tenía nada que perder, así que decidí tratar de desentrañar el fenómeno: decidí volver al lugar que prometí no pisar nunca más; decidí regresar a Bourbon Estate.  

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