Un largo viaje

 

Cannon City, 12 de octubre de 2362

            —¡Otra botella de bourbon! —le grité al camarero.

            —¿No cree que ya ha bebido suficiente, señor Marian? —me preguntó cortésmente— Por favor, baje los pies de la mesa, lo prohíbe la política de la casa.

            —¡Kenny! —exclamé— ¡Venga, tráeme otra botella y siéntate conmigo! Yo invito —me vi interrumpido por un ataque de hipo. Luchando para articular bien las palabras añadí— Eso no es algo que diga a menudo.

            Empecé a reírme de tal forma que uno de los parroquianos habituales del bar dejó de beber y se acercó a mí. Me miró de manera desafiante y me dijo— ¡Cállate, borracho!

           Me levanté enfurecido por el tono con el que se había dirigido a mí y, sin mediar palabra, le di tal cabezazo en la frente que lo derribé. Sus amigos, que estaban sentados observando la escena, se pusieron en pie y se arrojaron sobre mí con las manos desnudas. Dadas las condiciones en las que estaba, me fue imposible esquivar sus golpes, conque no les resultó difícil tirarme al suelo. Mientras trataba de levantarme descoordinadamente observé que se dirigían a la barra del bar a pagar la cuenta. Cuando logré ponerme en pie agarré la silla y se la partí en la espalda a uno de ellos.

            —¡Kenny! —grité— Venga, vamos a echar a patadas a estos majaderos —agarré a otro de la nuca y le estampé la cara contra la barra del bar, noqueándolo. El otro, al que antes le había dado un cabezazo, se giró y me propinó varios puñetazos. Se los devolví, tirándole al suelo. Después rodamos, forcejeando, hasta que los gritos del camarero nos interrumpieron.

            Miré hacia arriba sin quitarme de encima de mi contrincante. Nos estaba apuntando con una escopeta de doble cañón—¡Basta de peleas! —gritó.

            —Pero Kenny…

            —¡Me llamo Danny, no Kenny! —me interrumpió— ¡Vosotros! —dijo apuntando a uno de los parroquianos con los que había peleado— Coged a vuestro amigo inconsciente e idos a casa. Quedándoos solo conseguiremos que esto empeore.

            Asintió. El que estaba debajo de mí me apartó, se puso en pie y ayudo a su amigo a levantar al tercero. Después salieron por la puerta torpemente.

            —En cuanto a usted, señor Marian —me dijo—, le prohíbo que vuelva a poner un pie en este local. Ahora pague los daños causados y lárguese, ¿entendido?

            —¡Venga ya, Kenny! En el bar de mi posada solo venden pis.

            —Eso habérselo pensado mejor antes de organizar este desastre. —dijo, alzando su escopeta hasta mi cara.

            —¿De verdad me vas a disparar, Kenny?

            —Mejor no me ponga a prueba.

            Mantuve una acalorada discusión con el camarero hasta que, de repente, sentí un fuerte golpe en la cabeza, quedando inconsciente. Me levanté a la mañana siguiente con el sombrero tapándome la cara, mi ropa llena de polvo y cristales rotos en el pelo. Tenía un dolor de cabeza insoportable, que se agravaba con la gran cantidad de luz a la que estaba expuesto. Decidí volver a la posada para darme un baño y dormir un poco.

            La empresa que me había llevado a Cannon City había resultado desastrosa. Emprendí el viaje en busca de un peligroso criminal por cuya cabeza daban la desorbitada cantidad de veinticinco mil doblones. Nadie sabía nada de su paradero, con lo cual ningún cazarrecompensas podía seguirle la pista para reclamar su precio. Sin embargo, yo había conseguido dar con uno de sus secuaces, que me indicó detalladamente sus planes antes de que lo ejecutase para llevárselo al sheriff de Ocean City. Con aquel desgraciado muerto, era seguro que nadie se me podría adelantar a darle caza.

            De acuerdo con el plan que habían trazado, Tobias Henderson, un asaltante de caravanas especialmente cruel y retorcido, debía reunirse con un tasador de Cannon City. Había conseguido un botín espléndido: cuadros antiguos, joyas, documentos técnicos y planos de antiguos artefactos y, lo más codiciado de todo, armas del viejo mundo. Muy poca gente sabía de esos temas, pero en Cannon City vivía un experto que no solo podría determinar el valor de mercado de aquellos tesoros, sino además encontrar rápidamente compradores. Viajé para alertar al tasador y urdir una estratagema juntos que nos permitiera capturar al asaltante. A cambio de su ayuda le ofrecí dos mil doblones, cantidad que aceptó con entusiasmo. Finalmente, decidimos que se reuniría con él el once de octubre a las diez de la mañana en una antigua granja a unos treinta kilómetros de Cannon City.

            Lo tenía todo preparado. Había llegado el momento de hacerme rico. No obstante, en los establos hubo una confusión. Una hora antes de salir debía llegar un nuevo caballo de un terrateniente de una granja cercana. Sin embargo, debido a su gran parecido con Kentucky, cuando el terrateniente fue a recogerlo el chico de los establos le entregó el caballo equivocado. Al parecer, ni siquiera había llegado el nuevo debido a un retraso, pero la falta de meticulosidad del empleado, al que solo le habían dado una pobre descripción, le llevó a entregar a Kentucky a aquel hombre.

            Aunque intenté por todos los medios hacerme con un caballo o un vehículo para poder acudir a la emboscada no conseguí llegar a tiempo. Cuando al fin llegué me encontré con el tasador, que estaba muy contrariado por mi tardanza. Dado que no había acudido a tiempo, se había limitado a decirle al criminal el precio que podría cobrar por los artículos y darle la dirección de un posible comprador interesado. Me comunicó que su intención era ir al sheriff de Cannon City para que los cazarrecompensas locales se encargasen.

            Los cazarrecompensas de la zona no tardaron en darle caza. Muy enfadado, volví a los establos y exigí hablar con el dueño. Por supuesto, lo primero que hice fue recuperar a mi querido corcel y, a continuación, le exigí que me diera una compensación por el dinero perdido. Aunque a regañadientes, finalmente accedió a pagarme cuatro mil doblones.

            Me desperté en mi habitación de la posada sobre las cinco de la tarde con una gran sensación de fracaso y un mal cuerpo insoportable. Decidí que partiría de vuelta a casa a la mañana siguiente, pero hasta entonces no tenía nada que hacer. Después de lo que pasó en el bar tampoco podía volver allí a pasar el tiempo así que, como no, bajé al de la posada y me senté en una mesa, me encendí un puro y pedí una jarra de cerveza.

            Se trataba de una sala pequeña, toda ella de madera, con una chimenea de piedra en la pared izquierda, una pequeña barra con espejos y un grifo de cerveza. Había una mesita frente a la chimenea cercada por dos butacas mugrientas cubiertas con mantas de lana. El bar contaba con cuatro mesas redondas, dos de las cuales estaban vacías, rodeadas por tres sillas cada una. En la otra mesa había un viejo de rasgos asiáticos con el pelo largo, liso y canoso. Vestía una camisa de cuadros impoluta y unos vaqueros y llevaba una recortada ceñida al cinturón. Frente a la barra, tres vaqueros con chalecos y botas de monta bebían de unos vasos cortos. El camarero era un joven con un bigote muy poblado y que lucía en el resto de la cara un afeitado impecable. Llevaba las mangas de su camisa blanca remangadas y sujetas con cintas negras.

            Mientras bebía me dediqué a observar a los viajeros que pasaban por el bar y pensar en los motivos que los habían traído hasta aquí. Aunque no era un lugar especialmente concurrido, de vez en cuando aparecía algún que otro cliente que se paraba a beber delante de la barra. Al cabo de un rato entró un hombre de mediana edad y se acercó a mí. Vestía un guardapolvos ligero de color azul, un chaleco negro, un pantalón negro y botas de cuero. Tenía el pelo corto, de color castaño y una barba escasamente poblada y corta. Llevaba también una canana con cartuchos para revólver.

            —¿Le importa que me siente con usted, caballero?

            —Hoy no estoy teniendo un buen día —le dije con desgana.

            —Insisto —dijo de forma tajante.

            —¿Quién coño es usted? —le pregunté de forma agresiva mientras disimuladamente amartillaba mi revólver y le apuntaba sin sacarlo de la funda.

            —Soy Randall O’Connor, de Emerald City —dijo mientras se sentaba. Se giró para mirar al camarero y gritó— ¡Póngame un vaso de ginebra!

            —¿Y no tiene nada mejor que hacer que incordiarme, señor O’Connor? Ya le he dicho que no estoy teniendo un buen día —le increpé.

            —Me temo que no —dijo educadamente— Verá, vine aquí en busca de trabajo hace cosa de un mes; en Emerald City solo hay recompensas de poca monta.

            —¿Así que es usted cazarrecompensas? Fíjese qué coincidencia, yo también lo soy. Sin embargo, eso no hace que desee su compañía. Déjeme en paz ¿Quiere?

            —No puedo hacer eso, señor Marian —el camarero le trajo la ginebra, la cogió y le dio un pequeño sorbo. Dejó el vaso sobre la mesa y añadió—. Hace unos años usted fue muy popular en Emerald City ¿Cierto? Verá, pagan mucho dinero por usted: treinta y cinco mil doblones, nada menos. No le buscaba a usted; sin embargo, después del revuelo que causó anoche su nombre ha corrido como la pólvora por Cannon City.

            —¿En serio pretende cobrar esa recompensa? ¿Es usted idiota? Llevo apuntándole desde que empezó a molestarme. Mire, no quiero problemas. Como ya le he dicho, he tenido un día horrible y el de ayer tampoco es que fuese mejor. No me gustaría tener que disparar a una persona inocente, pero lo haré si no me deja otra alternativa.

            —¡Por favor, señor mío! Verá, si me dispara, mi compañero le volará la cabeza —chasqueó los dedos y después señaló a un hombre que ipso facto desenfundó su revólver y me apuntó— Ahora saque ese revólver y déjelo despacio sobre la mesa.

            —¡No! No voy a hacer eso —le dije en tono desafiante— ¿Sabe usted siquiera por qué ofrecen esa recompensa?

            —Desde luego —sonrió—, usted antes de largarse y ejercer como cazarrecompensas asaltó una caravana y, no contento con eso, mató a un importante empresario de la ciudad.

            —Maté y robé a un aspirante a tirano. Aunque claro, eso a usted probablemente le de igual.

            Tras contarle lo que realmente había pasado en aquella época me dijo— Admito que es usted convincente. Sin embargo, debe comprender que no hay nada que de fe de la veracidad de su testimonio. No obstante, haré una excepción con usted. Voy a darle una alternativa.

            —Le escucho —le dije.

            —Usted y yo saldremos de aquí ordenadamente, con calma. Después nos batiremos en duelo en la calle. Si me gana será libre.

            —¿Espera que me crea que se va a arriesgar a recibir un tiro en un duelo cuando podría matarme ahora mismo?

            —Exactamente eso es lo que espero —me dijo— ¡Oh, no sea tan incrédulo! Evidentemente si hago esto es porque confío en mis habilidades con el revólver. Si es cierto todo eso que me ha contado, al menos se merece una muerte digna y honorable.

            —Muy bien, acepto su duelo, aunque solo sea para borrarle esa estúpida sonrisa de la cara. Dígale a su perro que me deje de apuntar, ¿quiere?

            Salimos de la posada y tomamos posiciones. Como aquel hombre había demostrado poseer un espíritu noble decidí que no debía darle muerte, de modo que, cuando su acompañante, que hacía las veces de árbitro en la contienda, nos dio la señal, saqué a Júpiter con presteza y disparé apuntando al revólver de mi adversario. Me acerqué a él, que llevaba una profunda mirada de estupefacción dibujada en la cara, recogí su revólver del suelo, se lo devolví y le dije— Me alegro de haber conocido a un colega tan honorable como usted. Siento haber sido tan grosero en el bar.

            —¡Me ha perdonado la vida! —exclamó— Sin lugar a duda su historia debe de ser cierta. Acepto sus disculpas. Su habilidad es excepcional, ha sido un honor perder ante usted. Su fama está totalmente justificada, aunque me temo que las historias que he oído obviaban su gran atractivo.

            —Tú tampoco es que seas feo, Randall —le dije— ¿Qué tal si regresamos al bar y tomamos algo juntos?

            —¡Por supuesto! —dijo— Por favor, déjame que te invite.

            —¡Caramba, guapo, noble y generoso! Si no fuera porque ambos somos cazarrecompensas te pediría matrimonio —bromeé.

            Estuvimos hasta las nueve bebiendo y hablando de nuestro trabajo y nuestras aventuras. Después subimos a mi habitación y pasamos la noche juntos. Habían pasado años desde la última vez que me había acostado con un hombre, desde que tuve que huir de Emerald City. A la mañana siguiente me despedí de él, le dije que si se pasaba por Marianville fuese a visitarme, compré pertrechos para el largo viaje y emprendí el camino de vuelta a casa.

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