Deer Skull

 

12 de octubre del 2399

            —¡Colgadlos a todos! —gritaba la gente de Marianville, que apenas podía ser contenida por la milicia— ¡Colgad a esos asesinos!

            —¡Cálmese todo el mundo! —exclamé— Hemos juzgado a estos saqueadores y los hemos hallado culpables. Llevaremos a cabo una ejecución sumaria, pero antes tenemos que montar el patíbulo. Por favor, dispérsense.

            Le pedí a Robert, mi ayudante, que llevase de nuevo a los prisioneros al calabozo y, después, me acerqué a Lester. Como siempre, llevaba su sombrero negro de fieltro. Sobre su camisa azul llena de remiendos lucía un chaleco negro de cuero atravesado por una bandolera llena de cartuchos. Sobre sus vaqueros negros llevaba una canana en la que guardaba su legendario Júpiter, un revólver magnum del .44 de cañón largo. Aquel revólver era único. Tenía las cachetas de un precioso nácar y un tambor dorado que contrastaba con el acero del resto del arma. Aquel detalle podía resultar un poco hortera, pero al empuñarla Lester se convertía en un arma impresionante.

            —Lester —le dije—, admito que éste ha sido uno de tus mejores trabajos. Me has traído al legendario Deer Skull ¡Vivo! Y también has capturado a parte de sus secuaces y matado al resto. Te mereces cada uno de los tres mil doblones que te di.

            —¡Gracias, viejo! —me respondió— Creo que esta vez me quedaré a ver la ejecución. No todos los días entrego vivos a unos saqueadores tan valiosos. Además, me gustaría escuchar de primera mano las últimas palabras de Deer Skull.

            —¡Por supuesto, Lester! —le dije amablemente— Sabes bien que siempre eres bienvenido. Ahora, si me disculpas, tengo que hablar con mi ayudante.

            Regresé a la oficina. Robert ya había encerrado a los cinco saqueadores y ahora descansaba con los pies sobre la mesa de su escritorio— ¡Robert, quiero que te encargues de supervisar el montaje del patíbulo! Yo me encargaré de vigilar a los prisioneros.

            Me senté en un taburete en frente del calabozo. Pasados unos minutos, Deer Skull empuñó los barrotes y se dirigió a mí— De todos los lugares en los que podría haber muerto tenía que ser aquí, ahorcado, entre una turba de catetos.

            —¡Sé más respetuoso con la gente de mi pueblo, canalla! Aquí los únicos catetos que hay sois tú y tu banda de parásitos sanguinarios. —le respondí.

            —¿Le he ofendido, sheriff? Debería daros vergüenza que ese cazarrecompensas del tres al cuarto nos haya atrapado antes que usted y la milicia ¡Malditos paletos! La única persona digna de matarme es el reverendo Iván Lafontaine, no un verdugo de un pueblucho desvencijado.

            —¿Iván Lafontaine? —le pregunté, intrigado— ¿Quién diablos es ése?

            —Es un chiflado que se cree la mano de Dios. Un gran hombre —me explicó—. Anduvo tras mis pasos durante meses. Conseguí zafarme de él, pero al cabo de un tiempo volvió a aparecer. Es por eso que acabé mudándome aquí.

            —Pues hazte a la idea, muchacho. Vas a morir aquí, en Marianville.

            Se alejó de los barrotes, se sentó en el banco y permaneció en silencio. Al cabo de una hora Robert me avisó de que habían terminado de montar el patíbulo. Cogí la llave de la celda e hice salir de uno en uno a los prisioneros. Les atamos las manos y los condujimos a la calle, a los pies del patíbulo, que consistía en una horca sencilla y un pequeño barril. Era tradición en Marianville colgar a los reos de uno en uno. En el caso de los saqueadores, se dejaba siempre al jefe para el final. Era una manera de hacerle presenciar el destino al que había condenado a sus seguidores.

            El verdugo no tardó en aparecer. Se colocó a la derecha de la horca y permaneció en silencio con solemnidad mortuoria. Mi ayudante colocó en fila a los reos y esperó mi señal. Por su parte, los milicianos vigilaban, rifle en mano, por si a alguno de los condenados se le ocurría emprender la huida. Lester, como me había dicho, se encontraba entre la muchedumbre.

            Saqué la lista de mi bolsillo, me coloqué delante de la horca y mencioné al primer reo. Le pregunté si quería decir algo antes de morir. Me dijo que no. Robert le agarró del brazo y le condujo hacia la horca. El verdugo le colocó una soga en el cuello y le tapó la cara con un saco negro. Esperó mi señal y, cuando se lo indiqué, retiró el barril. El condenado comenzó a estremecerse pavorosamente. Se agitó con gran violencia para después sumirse en absoluta quietud. Pasados unos minutos el verdugo, ayudado por un miliciano, retiró el cadáver y lo colocaron en el suelo.

            A pesar de que los saqueadores estaban extremadamente alterados debido a la abstinencia, permanecieron en sus sitios hasta que los fui llamando. Todo se fue desarrollando con normalidad hasta que le tocó el turno al penúltimo, la mano derecha de Deer Skull. Cuando pronuncié su nombre y fue conducido a la horca por Robert nos pidió tomar la palabra.

            —¡No podéis matarme! No soy como ellos—suplicó.

            —Son tus actos los que te han matado —repliqué—. Si tenías algo que alegar en tu favor debiste haberlo hecho durante el juicio, no ahora.

            —Yo nací aquí, en Marianville. Soy Ian, Ian Dove.

            —¿Así que ese es tu nombre de pila? Te recuerdo. Te echaste a perder cuando decidiste dedicarte al narcotráfico. La gente de Marianville te expulsó tras sorprenderte vendiendo drogas a los niños ¿Cómo un mercachifle como tú acabó en una banda de saqueadores?

            —Cuando me expulsasteis hui a las ruinas, cerca de Emerald City. Allí conocí a unos traficantes que habían montado una especie de mercado de las drogas. Admitían a cualquier vendedor que quisiera vender allí sus productos. Viví ahí durante unos meses, hasta que los demás vendedores descubrieron que les estaba robando sus mercancías para poder vender a precios más bajos. Entonces tuve que huir. Pasé años como vendedor ambulante. Gracias a mi habilidad con el revólver pude llevar a cabo mi trabajo sin tener que preocuparme de acabar descuartizado por mis propios clientes. Viajaba por toda Eastcounty. Cuando podía, vendía drogas dentro de los asentamientos. Era lo más seguro. El resto del tiempo suministraba mis mercancías a los saqueadores principalmente.

            —Hace un par de años conocí a la banda de Deer Skull —continuó—. Les vendí zen durante unos meses. Inicialmente iban en grupo. Es extraño, porque la mayoría de los saqueadores van por su cuenta a buscar sus drogas. Estos eran diferentes. Un día, inesperadamente, su banda me atracó. Rápidamente desenfundé mi revólver y maté a tres de ellos. Sin embargo, no me había dado cuenta de que me habían tendido una emboscada. A mi espalda, Deer Skull había desenvainado su sable y había puesto su filo rozando mi cuello. Me tomaron como rehén. Fue entonces, desesperado ante la perspectiva de una muerte cierta, cuando les pedí que me dejasen formar parte de la banda. Dada mi habilidad para producir drogas y mi manejo del revólver, la idea les entusiasmó. Sin embargo, Deer Skull me puso una condición. Si quería formar parte de su banda de saqueadores tendría que consumir zen.

            —Yo conocía los terribles efectos que esa droga producía, pero la muerte era una opción incluso peor. Me encerraron en un cuarto estrecho y solo me sacaban de allí para darme comida y  mi dosis de zen. A la semana ya había empezado a desarrollar una adicción. Fue entonces cuando me liberaron. Empecé en la banda siendo el fabricante de drogas oficial. No obstante, tras meses consumiendo zen, me volví incapaz de producirlo. En ese momento comencé a temer por mi vida. Sin embargo, para mi sorpresa, no me mataron. Deer Skull me asignó un compañero y me pusieron a atracar comerciantes. Pronto se dieron cuenta de que mis habilidades con las armas podían ser muy útiles para la banda y cada vez fuimos haciendo asaltos más atrevidos. A medida que pasaba el tiempo, al no tener ya un suministro constante de zen, fui notando como la violencia inundaba mi ser. Cada día que pasaba me volvía más agresivo, más despiadado. A cada acción que llevaba a cabo le seguían actos cada vez más sanguinarios y macabros. Finalmente, nos topamos con el cazarrecompensas. A pesar de mi gran habilidad con las armas, mis reflejos no pueden competir con los de un psijita. Cuando fui a dispararle para poder darme a la fuga, apretó el gatillo y me desarmó de un balazo.

            Le pregunté a Deer Skull si podía corroborar la historia de Ian. Cuando respondió afirmativamente dije— La droga como forma de control. Es cierto que has arruinado muchas vidas con tus drogas y deberás pagar por ello, pero, de ser cierto lo que nos has contado, tus actos como saqueador fueron enteramente motivados por el consumo de zen, el cual no decidiste consumir de forma voluntaria. Está bien, te conmutaremos la pena de muerte. Serás condenado a cadena perpetua, realizando trabajos forzados. Te llevaremos a la capital, Ocean City, y allí subastaremos tu contrato ¡Devolvedlo al calabozo!

            Robert se acercó al patíbulo y, ayudado por un miliciano, lo condujeron de nuevo al calabozo. Ya solo quedaba Deer Skull. Pronuncié su nombre y le subieron— ¿Quieres decir algo? —le pregunté.

            —Ya que Ian ha contado su historia me gustaría poder hacer lo mismo  —respondió.

            —Es tu decisión —le dije—. Hoy estamos haciendo justicia. No pretendemos que este acto sea una venganza. Por tanto, puedes justificarte cuanto desees.

            —No busco justificarme, sheriff. Considero que lo que he hecho es correcto. —No pude evitar hacer una mueca de desagrado.

            Comenzó a contarnos su historia:

            —Nací en Emerald City en el año 2364. Ya siendo un niño me di cuenta de que no era como los demás. Cuando cumplí ocho años mi padre, que era miliciano, me llevó al campo y me enseñó a cazar con su rifle de cerrojo. Pensaba que debía habituarme a la caza desde pequeño ya que, cuando creciera, podría necesitar hacerlo. Sin embargo, le sorprendió comprobar la escasa reticencia que tenía para acabar con la vida de un animal. Aquella mañana me cobré mi primera vida, un ciervo.

            » Mi padre lo cargó sobre el caballo y nos lo llevamos de vuelta a casa. Después, quitó la carne y la piel de su cabeza y me entregó la calavera— Da buena suerte quedarte con algo de tu primera pieza. —me dijo. Desde entonces siempre llevé esa calavera ajustada sobre mi hombro.

            » Los demás niños me tenían miedo y, después de que matase a pedradas al gato de uno de mis compañeros de la escuela, también los adultos empezaron a temerme. Todos decían que acabaría siendo un despojo y, de no ser porque ya me evitaban, habrían prohibido a sus hijos acercarse a mí. Me encantaba sorprender a mis compañeros de la escuela y amedrentarles, ya fuera mediante amenazas o a través de la violencia.

            » Mi vida fue transcurriendo entre castigos, las palizas que me daba mi padre para intentar “meterme en vereda” y la violencia que ejercía contra quien podía. Todo cambió a los doce años, una noche en que le abrí la cabeza con una piedra a una niña y me llevé su cadáver a casa. Mi padre estaba fuera de Emerald City, junto a otros milicianos, en una batida para capturar saqueadores y, como mi madre estaba dormida, tuve tiempo para cortarle la cabeza e intentar dejar su cráneo limpio, como me enseñó mi padre. Sin embargo, el ruido acabó despertando a mi madre, que horrorizada por lo que había hecho, no pudo evitar gritar.

            » Temiendo por mi vida, aquella noche me sacó de Emerald City y me llevó a las ruinas— Escúchame, hijo —me dijo mientras me acariciaba el pelo—. Ya no podemos volver a Emerald City. Los guardias te buscarán por lo que ha pasado. Tu propio padre podría entregarte. Tienes que esconderte ¿De acuerdo, mi vida? —dijo entre sollozos.  

            » Sí, mamá —le respondí con calma.

            » Me abrazó. Sus lágrimas mojaron mi ropa. Puso sus manos sobre mi cara y me dijo— No puedes dejar que te vean nunca. Ten mucho cuidado y no confíes en nadie. —me soltó y regresó a Emerald City.

            » Como ella me dijo, me refugié en el edificio, que estaba lleno de banderas raídas, mesas de escritorio y esqueletos vestidos de uniforme. Había también sangre seca y huesos desperdigados por doquier. Explorando el edificio, encontré un cadáver que debía llevar meses en descomposición y que asía en su mano un antiguo sable. Lo arranqué de su repugnante mano y lo ceñí a mi cinturón. Subí al piso de arriba, que contenía más mesas, más banderas y más esqueletos de uniforme. Me acurruqué en una esquina, apagué el farol y dormí.

            » A la mañana siguiente me sorprendió una figura que llevaba un saco de arpillera en la cabeza y vestía una túnica blanca— ¡Ey, niño! ¿Qué haces aquí? ¿Estás bien? —se acercó y se arrodilló delante de mí— ¿Tienes hambre? —dijo mientras sacaba un trozo de pan de un saco que llevaba a la espalda y me lo ofrecía.

            » Asentí con la cabeza y lo tomé. Engullí el pan y, aprovechando un momento en que me dio la espalda, saqué el sable del cinturón y le atravesé con él. Se desplomó y se desangró en el suelo. Rebusqué entre sus pertenencias. Encontré algo de dinero, galletas, un revólver improvisado y una caja con balas del calibre .38.

            » Los siguientes días los pasé deambulando en busca de más provisiones por los alrededores de la ciudad. La mayoría de los edificios estaban vacíos, pero, de vez en cuando, podía encontrar comida de algún viajero que decidió hacer noche allí y se la dejó en un descuido o de saqueadores, que no solían ser demasiado cuidadosos con sus cosas. Así conseguí sobrevivir durante un par de meses, hasta que me topé con un grupo de saqueadores que, cuando les conté mi historia, se apiadaron de mí y me incluyeron en su banda, aunque algunos de sus miembros tenían reparos en aceptarme. Uno de ellos, Bob, se interesó particularmente por mí. Él fue mi mentor. Me enseñó casi todo lo que sé sobre la vida de un saqueador y la que se convirtió en mi máxima: “La vida de tus víctimas vale menos que una de tus balas, procura siempre acabar con ellos sin tener que disparar”.

            » Por aquel entonces la banda actuaba en las ruinas de Richmond, asaltando a los comerciantes que se dirigían a Emerald City. Los saqueadores quedaron horrorizados por mi sed de sangre, razón que sembró el descontento y provocó que Bob y yo nos separásemos de la banda. Aquellos años fueron, sin duda, los mejores de mi vida. Por primera vez, podía saborear la libertad. Vivimos como saqueadores errantes, atracando y matando a todos los comerciantes y colonos que pillábamos desprevenidos. Al no estar sujetos a una residencia fija, pudimos recorrer todo el territorio de las Colonias Unidas y amasar una gran cantidad de dinero.

            » Sin embargo, nuestras proezas no tardaron en llegar a los asentamientos, que en seguida pusieron precio a nuestras cabezas. Después de aquello tuvimos que sortear a los cazarrecompensas, que nos buscaban sin cesar. A mis 16 años, nos encontramos con ellos cara a cara por primera vez. Ocurrió en las ruinas de Lexington, cerca de Oak Valley. Habíamos dado caza a varios colonos. Presentaron una defensa feroz, pero finalmente pudimos someterlos. Sin embargo, el ruido ya había alertado a todos los cazarrecompensas presentes en la zona, que iban a por nosotros desde todas las direcciones.

            » Bob y yo corrimos para intentar evitarles, pero fue inútil. Tres de ellos nos habían encontrado. Bob vació el tambor de su revólver del .38, matando a uno de ellos y dejando a otro herido. Con sendos disparos precisos abatieron a Bob. Yo corrí. Las balas rebotaban contra el suelo a mis pies, pero no lograban acertarme. Conseguí despistarles refugiándome en uno de los edificios abandonados. Una vez su búsqueda cesó emprendí el camino a las ruinas de Richmond.

            » Allí frecuenté las casas de drogas en busca de posibles candidatos para unirse a mi banda. Con tan solo 16 años había conseguido hacerme famoso como saqueador. Me llamaban Deer Skull por la calavera de ciervo que me dio mi padre. Con esa reputación no me costó encontrar saqueadores dispuestos a unirse a mí.

            » Pasaron los años y mi fama fue siendo eclipsada por los logros de otros saqueadores, lo cual hizo que los cazarrecompensas se olvidasen de mí. Durante años, saqueamos y secuestramos a muchas personas, siempre asegurándonos de que no quedase ningún testigo que pudiera volver a colocarnos en la diana.

            » Pasó el tiempo y, a finales de la década de los 80, se produjo un estallido en la población de saqueadores. Las ruinas de Richmond se convirtieron en un hervidero de actividades ilegales. Pronto llegaron los conflictos territoriales, que finalmente supusieron el fin de mi banda. La mayoría de mis seguidores fueron absorbidos por unos saqueadores conocidos como “Los pingüinos”, debido a los esmóquines que vestían. Ahí fue cuando me di cuenta de que los saqueadores que valían la pena eran los drogadictos. No había mejor método para controlar la voluntad de tus seguidores que facilitarles el acceso a las drogas, suministrándoselas de manera controlada.

            » Me retiré a un pequeño bar frente al río y conseguí que tres almas perdidas se unieran a mí. No obstante, la fuga de un colono hizo que aquel lugar no fuese seguro. Emprendí un largo viaje lejos de las Colonias Unidas. Crucé a la Confederación de la Costa y me establecí en un bloque de pisos en las ruinas de Chesapeake. Y allí transcurrieron mis días hasta que un malnacido, llamado Lester Arthur  Marian y varios milicianos bajo sus órdenes me consiguieron capturar”.

La historia de Deer Skull había escandalizado a toda Marianville. Hasta la expresión de Lester indicaba un profundo desagrado. Robert le condujo a la horca. Le subieron al barril, le colocaron la soga y el saco y, a mi señal, le hicieron colgar hasta morir.

 

           

           

           

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