Un tiroteo en Ocean City
13 de
febrero de 2387
Llevaba ya una semana de descanso
forzado en mi residencia, en Marianville. Según el sheriff, Bill Grames,
llevábamos un año muy tranquilo. Tras la última batida coordinada que llevaron
a cabo todas las milicias de la Confederación de la Costa no había quedado ni
un solo saqueador en nuestra nación. La mayoría habían sido exterminados, otros
capturados y colgados o condenados a trabajos perpetuos y vendidos en Ocean
City y Botany Bay market. Los más afortunados consiguieron abandonar nuestro
país a tiempo, probablemente en dirección a Raider’s Cradle, la única ciudad de
Eastcounty fundada y habitada por saqueadores; una especie de comuna de
criminales.
Ese año apenas había entregado a
ningún criminal. Sobrevivía a base de cazar y pescar, alimentándome con las
piezas capturadas y vendiendo las pieles en el mercado de Marianville para
conseguir algo de dinero. Con todo, de los cinco mil doblones que tenía
ahorrados, tan solo me quedaban mil setecientos, ya que había tenido que hacer
algunos gastos para mantener mis armas a punto, comprar munición y adquirir los
alimentos que no podía obtener por mi cuenta, además de bourbon, cigarros,
pienso para Kentucky, mi caballo, el sueldo del jardinero que cuidaba de mi
huerto y mis árboles frutales, etc.
Una vez desayuné salí corriendo a la
oficina de Bill, para ver si, con suerte, me hablaba de alguna recompensa. Estaba
sentado junto a su mesa escribiendo Dios sabe qué. Sin apenas levantar la
mirada del texto me saludó con desafección.
—Buenos días, Bill —le saludé— ¿Hay
algo de lo que me pueda ocupar?
—Ya sabes la respuesta —se rio—. No
deberías perder el tiempo aquí —me dijo— ¿Por qué no vas a Louisville?
—¿Louisville? ¡No me fastidies,
viejo! Eso está a casi un día de distancia. No soportaría ir para tener que
volverme con las manos vacías.
—Como si fuera la primera vez que lo
haces, Lester —me dijo con sorna.
—Es diferente. Normalmente, cuando
iba a Louisville o a Ocean City en busca de trabajo encontraba cosas que hacer.
Ahora no hay nada de nada.
—Si quieres más trabajo tendrás que
volver a las Colonias Unidas.
—Sabes que no puedo volver allí.
Probablemente todavía esté en busca y captura.
—¡Cierto! No se olvidan del revuelo
que armaste. Salvas a Emerald City de un tirano y así te lo agradecen…
—¡Qué me vas a contar!
—¿Y en los Pueblos Libres de
Eastcounty? —me sugirió el sheriff.
—Bueno, ahí no me buscan —afirmé—.
Sin embargo, está demasiado lejos. Si voy hasta allí tendría que quedarme un tiempo
largo para que mereciera la pena el viaje. Además, la gente de allí está
chiflada. Están demasiado cerca de la Unión de las Milicias del Este.
—Entonces tendrás que seguir
buscando por estas tierras. La mejor opción sigue siendo ir a Louisville ¿Te has
planteado trabajar como mercenario? Puede que no haya saqueadores, pero seguro
que mucha gente necesitaría de tus servicios. —me sugirió.
—¡Ni hablar! Tendría que aguantar a
un montón de gente insoportable sacándome de quicio y para eso ya te tengo a
ti. —bromeé.
Bill emitió una sonora carcajada y
añadió— Siempre te estás quejando, pero a la hora de la verdad vienes a mí. En
Louisville también hay sheriff ¿Sabes?
—¿Estás seguro de que no sabes nada
de ningún trabajo? Aunque solo sean rumores… necesito algo que perseguir. —le
dije desesperado.
Volvió a reírse y dijo— ¡Fíjate,
como los perros! Está bien. Oí algo, pero no puedo asegurarte que sea cierto o
que no se haya resuelto ya. Ayer vino una caravana desde Louisville. Al
parecer, mientras salían de la ciudad hubo un tiroteo. Varias personas
murieron, entre ellas el ayudante del sheriff, y otras resultaron heridas. El
caso es que después de abatirlos se dio a la fuga. Si no le han atrapado seguro
que habrán puesto precio a su cabeza.
—Si ha huido sería como buscar una aguja en un
pajar ¿Quién sabe? Quizá esté de camino a otro país. Si es así jamás le
encontraría. No es como buscar saqueadores: esos suelen dejar rastro.
—¿No sabes otra cosa que poner
pegas? ¿Cómo quieres que vaya a otro país? Dicen que huyó a pie. Ya es
peligroso ir, solo y a pie, a otro asentamiento dentro de la Confederación
¿Atravesar Tierra de Nadie solo y a pie? Es un suicidio.
—Nadie dice que tenga que ir a pie.
Puede haber robado un caballo. De todos modos, siempre es mejor buscar una
sombra que quedarme aquí sin hacer nada, supongo ¡Hasta más ver, viejo!
Volví a casa y me paré junto a mi
arsenal para escoger las armas. Como el país era seguro estos días, decidí que
no sería necesario llevarme mi winchester de palanca; en su lugar, cogí mi
pequeña recortada de doble cañón. Puse una segunda funda en mi canana y la
enfundé. Metí ocho cartuchos del .10 en mi zurrón y después guardé cecina de
ciervo, galletas y una cantimplora llena de agua. Fui a buscar a Kentucky en el
establo y partí hacia Louisville para hablar con el sheriff y los lugareños.
Llegué a Louisville a las seis de la
tarde sin ninguna incidencia. Até a Kentucky a un poste y me dirigí a la
oficina del sheriff, Graham Norton. Graham era un hombre de unos treinta años,
alto, con pelo rubio y largo recogido en un moño y una barba poblada con la
parte del mentón afeitada. No llevaba sombrero y vestía una camisa blanca y
vaqueros azules. Llevaba una canana marrón de cuero con una funda decorada con
dibujos de flores de cardo morados, en la cual reposaba su colt peacemaker.
Estaba sentado en un taburete sacando filo a su cuchillo y con la espalda
apoyada en la pared.
—¡Buenas tardes, señor Norton! —le
dije educadamente.
—¡Señor Marian! —exclamó con
alegría— Llevaba meses sin aparecer por mi oficina. Días tranquilos ¿verdad?
—¡Demasiado tranquilos! —exclamé.
—¿Vienes por lo del tiroteo? ¡Qué
rápido te has enterado! Creía que solo te interesaban los saqueadores y los
demás engendros que tenemos por el país.
—No tengo elección, Graham ¿Cuánto
ofrecen?
Se dirigió a su despacho. Sacó un
cartel de un cajón y, mientras me lo entregaba, me dijo— Seiscientos doblones,
ciento cincuenta más si lo traes vivo.
—No es gran cosa, pero es más que
nada ¿Hay algún testigo que me pueda proporcionar información?
—Están la señora O’Bailey y un
guardia llamado Jared, ambos resultaron heridos; la primera por una bala
perdida y el segundo intentando detener al tirador. Por lo demás, podrías
preguntarle a medio pueblo: lo vio muchísima gente. La persona a la que buscas
se llama Luca Vitelli. Trabajaba en el rancho Chesapeake, a una hora a caballo
de aquí en dirección a Ocean City. Allí seguramente te podrán dar más
información.
—¿Un ranchero? ¿Qué diablos hacía un
ranchero tiroteando a la gente en un poblado? —pregunté.
—Atracó la tienda de la señora
O’Bailey. Después se llevó el dinero y otros objetos de valor, además de algo
de comida. Como la gente del pueblo había oído el disparo la milicia no tardó
en reunirse y rodear la tienda.
—¿Me estás diciendo que un solo
hombre acabó con todos los milicianos que había en Louisville además de las
demás personas que se les unieran?
—Sí —afirmó contundentemente—. Debe
tratarse de un psijita.
—Si es un psijita, no entiendo por
qué decidió de repente utilizar sus habilidades para robar a la gente.
—Bueno, sus razones no nos
interesan. Usted tráigamelo; vivo, si es posible.
—¿Tiene alguna idea de adonde puede
haber ido? —le pregunté.
—Ni la más remota. Según los
testigos huyó en dirección a Ocean City, pero a saber a dónde se dirigió.
Pregunte en el rancho Chesapeake. Como le dije, está de camino a Ocean City.
—Muchas gracias, Graham —le dije
mientras me colocaba el sombrero para salir a la calle—. Nos veremos pronto,
espero.
—¡Cuídese, Lester!
Ya era tarde para seguirle la pista
a Luca Vitelli, así que alquilé una habitación en la posada por treinta
doblones y cené judías con carne por otros siete. A la mañana siguiente, tras
desayunar gachas de avena por dos doblones me dirigí al rancho Chesapeake. Aunque
era temprano ya había actividad. Me acerqué a un hombre vestido con una
chaqueta blanca y unos pantalones de tela y sombrero a juego que estaba sacando
agua del pozo.
—¡Buenos días, buen hombre! Soy
Lester Arthur Marian, agente voluntario de Marianville —le saludé
educadamente—. Quisiera hacerle unas preguntas, si es tan amable.
—¿Cazarrecompensas? —escupió en el
suelo y añadió— Viene por lo de Vitelli, ¿verdad?
—Así es —le dije jovialmente— ¿Es
usted el dueño del rancho?
—Exactamente —me respondió—. Verá,
señor Marian, soy un hombre ocupado. No puedo perder tiempo respondiendo a
preguntas. Procure ser breve.
—¡Por supuesto! —le dije— ¿Ha visto
recientemente al señor Luca Vitelli?
—No desde la mañana de ayer.
—¿Le dijo algo antes de irse?
Maldijo en voz baja y después me
respondió— ¡Ese canalla desagradecido! Se llevó mi caballo. Me dijo que estaba
harto de trabajar para mí. Me pegó un puñetazo y se largó en mi caballo.
—¡Interesante! Me habían dicho que
huyó a pie.
—Desde luego. Tras aquello fui a por
mi escopeta a casa y salí tras él en otro caballo. Llegué a Louisville unos
minutos antes de que empezase el tiroteo. Había atado al caballo a la entrada
del pueblo, así que lo cogí y me lo llevé. Justo después empezó el tiroteo.
Imaginé que el pueblo entero se le echaría encima, así que me di la vuelta.
—Entiendo ¿Sabe a dónde podría haber
ido?
—No, apenas sé nada de él. Cuando le
contraté me dijo que venía de una granja cercana a Ocean City, la granja
Hoelguen. Solo sé que era uno de los mejores vaqueros que tenía. Además de
dársele bien cuidar del ganado era muy bueno con el revólver, lo cual nos ayudó
bastante a defender al ganado en algunas ocasiones. Sin embargo, podría
preguntarle a Carl; trataba más con él que yo. Está en el establo.
—Muchas gracias por su colaboración
—le dije—. Le deseo un buen día.
Me dirigí al establo. Carl estaba
limpiando una silla de montar. Vestía una camisa raída y una chaqueta vaquera
llena de parches y remiendos. Sin apartar la mirada de su tarea me saludó y
preguntó— ¿Quería algo?
—Soy Lester Arthur Marian, agente voluntario
—le expliqué— ¿Podría hablarme del señor Luca Vitelli?
—No sé por qué hizo esto. Nunca
había hecho nada parecido —me dijo—. Le conozco desde hace años y siempre fue
una persona educada y trabajadora.
—¿Sabe dónde podría haber ido?
—Sé que tiene un hermano: Alfonso.
Me hablaba mucho de él; regenta un bar en Ocean City. Es posible que haya ido a
su casa.
—¿Sabe
cómo se llama el bar?
—El
wendigo mareado, creo recordar. Yo no he ido. Nunca he salido de Louisville,
¿sabe?
—Muchas
gracias por su colaboración —le dije educadamente—. Dejaré que siga con su
trabajo. Buenos días.
Abandoné el rancho y emprendí el
camino a Ocean City. Pude llegar también sin contratiempos. Llevé mi caballo al
establo. Pagué un doblón para que lo cuidaran y vigilaran y me dediqué a buscar
el bar de Alfonso Vitelli, que se encontraba justo en frente de una pequeña
capilla, el único edificio religioso que había en toda la Confederación.
El bar era un edificio de madera
provisto de muchas ventanas y de un tamaño considerable. Constaba de una sola
planta con un sótano que hacía las veces de almacén. En el ala derecha había
una pared que separaba el negocio de la vivienda privada del señor Vitelli.
Tenía una larga barra de madera barnizada frente a la que había anclados al
suelo varios taburetes. Allí atendía un camarero vestido con una camisa blanca
remendada y un chaleco negro lleno de parches de tela de varios colores. A su
espalda había una repisa llena de botellas de licores y, debajo, varias
encimeras con jarras de barro y vasos de metal; en el centro una salamandra de
hierro encendida, sobre la cual descansaba una enorme tetera de metal.
Distribuidas por la sala se encontraban varias mesas cuadradas escoltadas por
tres o cuatro sillas cada una.
Me acerqué a la barra y saludé al
camarero—¡Póngame un vaso de su mejor bourbon, por favor!
—¡En seguida, señor! —dijo
amablemente— Serán cuatro doblones —saqué cuatro monedas y las dejé caer sobre
la barra, produciéndose un agradable tintineo. El camarero las cogió con ansia
y las colocó dentro de una lata debajo de la barra. Se dio la vuelta y cogió un
vaso de metal y una gran botella de barro con un tapón de corcho.
—Es auténtico bourbon de Cannon City
—me dijo mientras me lo servía.
Me llenó el vaso hasta la mitad, de
modo que le dije— ¡¿Acaso llegó la guerra?! ¡Lléneme el vaso, buen hombre!
El camarero emitió una sonora
carcajada y lo llenó. Después me dijo— Es fuerte, tenga cuidado. Se lo compro a
un mercader de Cannon City.
—¿Es usted el dueño del local? —le
pregunté.
—Así es. Soy Alfonso Vitelli, el
dueño del Wendigo mareado.
Había conseguido identificarle sin
llamar la atención. Ahora solo tenía que conseguir que me hablase de su
hermano— ¿Alfonso Vitelli? —le pregunté— Conocí a un Vitelli hace un tiempo. Se
llamaba… ¿Cómo era? ¡Luca! Luca Vitelli.
—¡Caramba! ¿Es usted de Louisville
entonces? —me preguntó. Pude ver como había empezado a sudar y su gesto se
tornaba más rígido. Como si intentase fingir normalidad.
—No, vivo en una granja cerca de
aquí. La granja Hoelguen ¿La conoce?
La cara de Alfonso volvió a la
normalidad— ¡Por supuesto que la conozco! De allí vienen las verduras que sirvo
en mi bar. Mi hermano trabajaba allí hasta que se mudó a Louisville hace unos
años. Espere, puesto que conoció a mi hermano, le serviré gratuitamente unos
pocos pepinillos encurtidos.
—¡Muchas gracias! —le dije. Abrió
una de las encimeras y sacó un tarro con pepinillos. Colocó un puñado en un
plato de metal y lo puso delante de mí.
—¿Cómo se llama, amigo? —me
preguntó.
—Rupert Legrand —mentí.
Bebí un
trago de bourbon y le dije— Hace mucho que no veo a Luca.
—Ya, se marchó a Louisville en busca
de un mejor sueldo.
Me comí uno de los pepinillos y le
pregunté— ¿Lo encontró?
—¡Que va! Louisville y Marianville
tienen más y mejor ganado que aquí, pero el verdadero negocio está en el mar:
salmón ahumado, bacalao salado y huevas, sobre todo. Son muy apreciados en los
lugares más alejados de la costa. Es por eso que le dije: “Luca, déjate de
vigilar vacas a caballo y hazte con un barco pequeño”.
—¿Ahora es pescador? —le pregunté.
—Todavía no, pero lo será. Todo lo
que necesita es un barco y tripulación.
—Los barcos son caros y hay que
saber manejarlos —argumenté—. Necesitará también a alguien que sepa navegar. Si
supiera, yo mismo me presentaría para el trabajo. Mi sueldo es nefasto.
—¿Y la pesca qué tal se te da? —me
preguntó.
—Bueno, no se me da mal —le
respondí.
—¡Estupendo! Cuando esté todo listo
serás el primero al que llame.
—¿Ya está buscando barco? —le
pregunté.
—Ya lo tenemos apalabrado —me dijo—.
Hemos conseguido un precio excelente.
—Entonces solo queda hablar con Luca
para discutir mi sueldo —le dije.
—Eso será fácil —se acercó a mi
oreja y susurró— Luca no puede salir ahora mismo, pero vive conmigo. Espere
aquí hasta la noche y nos reuniremos los tres.
—¡Perfecto! —exclamé.
Me retiré a una mesa en una de las
esquinas del bar y esperé mientras me tomaba mi vaso de bourbon.
Llegó la noche y Alfonso cerró el
bar. Después entró a las dependencias privadas y salió acompañado de su hermano
Luca. Se sentaron frente a mí.
Una vez sentados saqué
disimuladamente la recortada de su funda, la amartillé y la dispuse debajo de
la mesa apuntando a Luca—No te recuerdo —me dijo Luca— ¿Cómo decías que te
llamabas?
Decidí que no era necesario
prolongar más la farsa. Sin embargo, estaba sentado junto a su hermano, con lo
cual si, en el peor de los casos, tenía que disparar, un inocente resultaría
muerto o herido— Soy Rupert Legrand ¿De verdad no te acuerdas de mí? ¿Alfonso,
podrías ponerme otro vaso de bourbon? —le pregunté.
—¡Por supuesto! —me dijo.
Mientras Alfonso se levantaba a por
el bourbon le dije a Luca— Luca Vitelli, le estoy apuntando con una recortada
ahora mismo. Soy Lester Arthur Marian, agente voluntario de Marianville, y he
venido a capturarle para que responda por sus crímenes contra la ciudadanía de
Louisville— me levanté sin dejar de apuntarle ni un solo momento—. Ahora quiero
que se ponga en pie despacio y se desprenda de todas las armas que lleve.
Alfonso se dio la vuelta en seguida
y gritó—¡No! No puedes llevártelo ¡Maldito cerdo embustero!
—Por favor, manténgase al margen de
esto, Alfonso —le pedí educadamente.
Luca comenzó a levantarse muy
despacio, como le había pedido. Cuando estaba completamente erguido vi como
intentaba echar mano a su M1911— ¡Alto! —le grité. Cuando se quedó quieto
añadí— Yo también soy un psijita —miré a Alfonso y añadí— ¡Esto también va por
usted! ¿Me ha escuchado? No haga ninguna tontería.
Sin quitarle la vista de encima a
Alfonso hice que Luca tirase todas sus armas y le registré. Cuando me hube
asegurado de que estaba limpio le saqué del edificio y le até las manos y los
pies. Cargué con él hasta el establo y lo coloqué detrás de mi silla de montar,
bien asegurado a mi caballo.
De repente un grito hizo que los
caballos relinchasen— ¡Saca de ahí a mi hermano, malnacido! —Me asomé a la
calle y vi a seis hombres armados con rifles y escopetas. Entre ellos estaba
Alfonso.
—Creí haberle dejado claro que no
hiciera ninguna tontería —le dije a Alfonso— ¿No se da cuenta de que al primer
disparo va usted a alertar a toda la ciudad? En cuanto al resto, ¿de verdad
vais a arriesgar vuestras vidas por un asesino?
Tres de ellos bajaron las armas y se
retiraron— ¡Volved, cobardes! —les gritó— ¡Hijo de puta, da igual, somos cuatro
contra uno! ¿Me entregas a mi hermano?
—¿Quieres que tu hermano viva? Pues
ya puedes hacerte a un lado y tirar las armas. Si no veo que tú y tus hombres
os rendís ahora mismo le vuelo la cabeza. Saqué a Júpiter y lo amartillé—
Tenéis diez segundos para tirar vuestras armas.
—¡Diez! —grité— ¡Nueve! ¡Ocho!
¡Siete! ¡Seis!
—Si te dejamos ir condenaremos a mi
hermano a morir ahorcado. Un tiro en la cabeza es más compasivo y, además, así
tendremos la oportunidad de vengarnos de su asesino.
—¡Uno! —me asomé a la calle y descargué
mi revólver sobre ellos. El primer tiro acertó de pleno en la cabeza de uno de
los acompañantes de Alfonso. El segundo y el tercero impactaron en el pecho de
otro, el cuarto hirió a Alfonso en el abdomen y el quinto y el sexto atravesaron
la cabeza del último acompañante.
Alfonso empezó a disparar, pero yo
seguía a cubierto, a salvo de sus disparos mientras recargaba. Los caballos del
establo estaban muy inquietos; de continuar el tiroteo, probablemente acabasen
escapándose. Miré de nuevo a la calle: Alfonso no estaba. Examiné los
alrededores en busca de pistas. No había nada. Tampoco había sitios tras los
que se pudiese haber escondido, así que pensé que estaría pegado a la pared,
esperando para abalanzarse sobre mí en cualquier momento. Cogí la recortada con
la mano derecha y salí.
Efectivamente, Alfonso estaba pegado
a la pared, apuntando a la salida. Rápidamente disparé la recortada y derribé a
Alfonso, dejándole tendido en el suelo, desangrándose. Intentó apuntarme con
una pistola improvisada del calibre .38, pero yo le desarmé dándole un tiro en
la mano. Recogí sus armas, le disparé en la cabeza para detener su sufrimiento y
emprendí el camino de regreso a Louisville. Varios guardias me rodearon cuando
iba a salir de la ciudad. Les expliqué la situación y, tras darme las gracias,
me dejaron marchar.
Pude cobrar los setecientos
cincuenta doblones sin mayor complicación. Después dormí profundamente en la
posada y, a la mañana siguiente, volví a mi casa en Marianville.
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