Los contrabandistas del Callejón del Ahorcado (Parte 2)

 

17 de junio de 2398

La noche estaba a punto de caer y aún quedaba un buen trecho a pie hasta Emerald City. Abandoné las cercanías del bar lo más rápido que pude. Recorrí el sendero amarillo hasta que el sol se puso por completo. Como había escapado tan apresuradamente no tenía nada que pudiese arrojar la más mínima luz, razón por la cual no habría sido prudente continuar el camino hasta Emerald City hasta pasada la noche.

            Me encontraba a oscuras en un inmenso bosque de cemento con edificios caídos por doquier. Ruinas de una antigua y desconocida civilización que, si antaño albergó las vidas y esperanzas de quién sabe cuánta gente, hoy servía de refugio a saqueadores, alimañas y todo tipo de criaturas degeneradas que en algún momento fueron también humanas. Era urgente encontrar un refugio, pero debía ser cauteloso a la hora de elegirlo, pues un paso en falso supondría una muerte más que segura. Examinando las siluetas de los edificios, que era lo único que la tenue luz de la luna me permitía ver, me di cuenta de que no muy lejos había una pequeña iglesia.

            Me acerqué hasta allí con sumo cuidado, sabiendo que cada paso que daba podía suponer la diferencia entre vivir o morir. Antes de abrir la puerta pegué mi oreja para ver si podía escuchar algo y, cuando pude comprobar que todo estaba en absoluto silencio, entré. Apenas se podía ver nada. Las sombras permitían intuir los bancos y el altar, de modo que avancé tanteando entre las tinieblas invadido por una sensación que me recordaba que la oscuridad podía refugiar a todo tipo de criaturas a las cuales no podía hacer frente a oscuras y con tan solo tres balas. Sin embargo, logré llegar al altar sin ningún contratiempo.

            En efecto, para mi alivio, parecía vacío. Palpando el altar me di cuenta de que había un farol de aceite y un paquete de fósforos. Tomé uno y encendí el farol. Como la luz del farol podría verse a través de las ventanas, decidí refugiarme en una pequeña sala que había a la derecha del altar. Se trataba de una habitación con un armario, una cama medio desvencijada y una alfombra raída color crema casi decolorada por completo. Al lado de la cama había una mesita de noche con una lámpara rota y un libro encuadernado en piel que tenía las iniciales I. L. escritas a mano con una cuidada caligrafía. En seguida pensé que podía estar expuesto a un nuevo peligro, de modo que me dispuse a examinar el libro en busca de pistas que me permitiesen determinar si ese tal I. L. podría ser un peligro para mí o si tan siquiera seguía con vida.

            Al parecer, se trataba del diario de un pastor llamado Iván Lafontaine. Casi todas las entradas del diario hablaban de una caza sin descanso a toda clase de ignominiosos pecadores. Si bien sus métodos parecían los propios de un psicópata como aquellos que hace tan solo unas horas habían estado a punto de matarme, a juzgar por lo escrito en el diario no era una amenaza para mí. Su cruzada para erradicar el mal le había llevado desde las Nuevas Colonias hasta las Colonias Unidas. Debía de tratarse de un hombre muy viejo, ya que las primeras entradas del diario se remontaban a hace más de 40 años.

            Tras darme cuenta de que aquel hombre no suponía una amenaza centré mi atención en las entradas más recientes:

Diario del reverendo Iván Lafontaine:

15 de junio de 2398

“¡Gracias señor por guiar mi mano!¡Sea tu palabra un acicate que me mueva para exterminar a los impíos! Tu voluntad me ha llevado hasta Emerald City, una de las pocas ciudades asentadas en las antiguas ruinas. Allí encontré una taberna llamada “Colonial Inn” donde conocí a un alma descarriada que había caído en la drogadicción. Tras darle el oportuno escarmiento señaló en mi mapa la ubicación de unos traficantes de drogas que operaban desde un antiguo bloque de pisos.

La guardia de Emerald City parece no entender el plan de Dios. Se abalanzaron sobre mí como una manada de perros rabiosos. Tuve que abandonar la ciudad apresuradamente ¡Caiga sobre ellos tu castigo!

Me he establecido en una iglesia cercana a la posición que aquel desdichado me reveló. Está algo destartalada, pero servirá para mi propósito.”

I. L.

16 de junio de 2398

“He estado vigilando en busca de actividades sospechosas. Mucha gente parece interesada en comprar su mercancía. Acuden allí desde jovenzuelos que, a juzgar por su aspecto, proceden de Emerald City, hasta saqueadores. Me llamó la atención especialmente que, mientras que la mayoría de saqueadores iban por su cuenta a comprar sus drogas, éstos lo hacían de forma comunitaria. Su líder llevaba una calavera de ciervo en el hombro derecho. Los he seguido con mis prismáticos desde el campanario de la iglesia, caminaron hasta el río y luego giraron a la izquierda. Cuando termine con los traficantes castigaré a estos malhechores.”

I. L.

            —¡Es Deer Skull! —exclamé. Quizá el reverendo Iván pudiera ayudarme a recuperar mis cosas, las cuales había dado por perdidas. Había dejado su diario aquí, de modo que en cualquier momento podría regresar, si es que no hacía que esos traficantes que mencionaba en su diario le matasen.

            Mientras esperaba a que el reverendo volviese busqué por toda la iglesia cualquier objeto que me pudiera ser de utilidad. Tan solo encontré una caja llena de unos papeles que teóricamente eran utilizados por los antiguos como medio de pago, aunque me cuesta imaginar que nadie pudiera otorgarle a eso valor alguno. Tras unas horas que se me hicieron eternas la puerta se abrió y, tras ella, se hallaba un hombre de gran estatura enfundado en una sotana remendada y con un sombrero negro de ala ancha. Lucía un gran bigote con perilla y llevaba ceñido a su cinturón un enorme revólver magnum del 44. Si bien yo esperaba a un hombre bastante envejecido, el reverendo no aparentaba tener más de cuarenta años.

            Me acerqué a él suavemente y con las manos levantadas— Buenas tardes —le dije—. Me llamo Charles, vengo de Cannon City y anoche conseguí escapar de unos saqueadores a los que usted pretende dar caza.

            —¡¿Qué haces aquí?!¿Has leído mi diario? —preguntó ligeramente contrariado.

            —Verá, señor, tuve la mala fortuna de ser asaltado por esos peligrosos saqueadores. Robaron todo cuanto tenía y me habrían arrebatado también la vida de no haber conseguido escaparme. Su líder, Deer Skull, está herido. Le herí con su propio revólver —despacio cogí el revólver improvisado y lo levanté con el cañón apuntando al suelo para mostrárselo.

            De pronto una sonora carcajada brotó del reverendo y se prolongó hasta que una violenta tos la interrumpió. Se puso un pañuelo en la boca, se aclaró la garganta y dijo— ¡Psicópatas descerebrados! Has tenido suerte, hijo. Déjame que lo adivine, conseguiste escapar, pero sin tus posesiones, y has pensado que un servidor podría ayudarte a recuperarlas ¿Por qué habría de hacer eso? No debes de ser más que un vulgar granjero, no harías más que estorbarme.

            —¡De eso nada! —repliqué— Es cierto que no soy más que un hijo de granjeros, pero poseo cierta información que seguro que a usted le resulta valiosa. He estado en la guarida de esos malnacidos. Sé dónde se esconden. Le propongo un trato, yo le guío hasta allí y usted cumple con su misión. Después yo cogeré mis pertenencias y me iré a Emerald City. Usted quédese con el resto de objetos que encuentre, si quiere.

            —Me parece que te has confundido, nene. Yo no hago tratos, cumplo con una misión sagrada y si tienes información que me permita llevarla a cabo y no me la proporcionas estarás interponiéndote en el plan de Dios ¿Quieres recuperar tus cosas? Pues adelante, dime dónde los puedo encontrar. Yo cumpliré mi misión y, si después tú quieres ir y rebuscar en la basura, adelante, hazlo. Sin embargo, te olvidas de un detalle. Si has leído mi diario, maldito entrometido, sabrás que ando detrás de una pieza mayor. No acabaré con esos saqueadores hasta haber eliminado al último traficante.

            —¿Acaso no lo ha hecho ya, reverendo? A juzgar por su diario, pensé que ya habría aniquilado a esa gentuza.

            —He acabado con los minoristas de los que hablaba en mi diario —me recriminó—, pero esas ratas tan solo vendían lo que otros les entregaban. De todos modos, no sé por qué razón iba a tener que darte explicaciones.

            —Es usted sacerdote, ¿verdad? ¿No cree usted que lo que me hicieron esos salvajes enfureció al todopoderoso? Usted es su herramienta, no permita que esta injusticia quede sin castigo.

            —Me ceñiré a mi plan, no hay más que discutir —gruñó—. Si quieres pegarte a mí como una lapa adelante, pero no te pienses que voy a hacer de niñera. Si me estorbas te dejaré atrás. Por cierto —miró a mi revólver y prosiguió—, si pretendes venir conmigo deberías buscarte un arma mejor. Las armas improvisadas de los saqueadores son como ellos mismos: erráticas, inútiles y sin puntería.

            —Sí claro ¿Y de dónde espera usted que saque yo un arma?

            Emitió un profundo suspiro y respondió—No es que me dedique a rapiñar, entiéndeme, pero uno de los traficantes llevaba esto —sacó un arma de su bolsa y me la dio—. Es un revólver Colt del 45. Seguro que has visto muchos por aquí. Te lo presto hasta que termine de hacer mi trabajo. Lo quiero de vuelta, mi trabajo es importante, pero nadie me paga por él. Si no fuera por las cosas que puedo vender no tendría para comer. Ah, y otra cosa más, afina tu puntería porque solo tienes doce balas y espero seis cuando me lo devuelvas.

            —Gracias —dije mientras guardaba el revólver en mi cinturón y las balas en mi bolsillo— Entonces, ¿cuándo iremos a por los traficantes?

            —Mañana, no quedan muchas horas de luz y solo un suicida lo haría de noche. Ahora sé útil y prepara algo para cenar ¿Quieres? —sacó una botella de agua y un paquete de su bolsa y añadió— Lo único que encontré en ese antro que fuera mínimamente comestible es este paquete de avena. Coge mi hornillo y haz unas gachas.

            Cenamos y nos fuimos a dormir. Mientras cenábamos el reverendo no dijo palabra alguna. Cuando yo intentaba la más mínima comunicación él respondía con un gruñido y daba el tema por zanjado. El reverendo durmió en la cama y yo sobre la alfombra.

            A la mañana siguiente desayunamos más gachas y, sin añadir nada más, dijo —Nos vamos.

            Salimos de la iglesia y avanzamos hacia el sur, a través de una calle ancha escoltada por edificios en ruinas. Tras unos treinta minutos llegamos a una encrucijada. El reverendo se detuvo y me dijo, susurrando— Más adelante hay un pequeño callejón. Lo llaman el Callejón del hombre ahorcado. La entrada está bloqueada por una puerta cerrada a cal y canto. Ahí dentro es donde preparan las drogas. Según me contó uno de los traficantes, todos los viernes llevan un cargamento de drogas al punto de venta. Cuando oigamos que abren la puerta empezaremos a tirotearles. Después iré yo primero. Tú limítate a no estorbar y, si ves a alguien a tiro, te lo cargas ¿De acuerdo?

            —Entendido.

            La puerta no tardó en abrirse. Con una velocidad pasmosa Iván vació su revólver en los traficantes antes de que siquiera tuviera yo tiempo de amartillar el mío. Recargó y entramos al callejón. En medio de la calle habían construido varias chozas de madera, de las cuales emanaban vapores que, suponía, resultaban de la fabricación del zen, una droga altamente adictiva capaz de apaciguar por completo la mente del que la consume, pero que convierte a quienes desarrollan una adicción en violentos psicópatas cuando se encuentran en estado de abstinencia.

            Varias balas silbaron y fueron a dar en la pared. Enfrente de nosotros se encontraban cuatro traficantes, uno a cubierto detrás de unas cajas, otro a la vista entre dos chozas, otra asomándose tras una pared y el último en el techo de la choza más lejana apuntándonos con una carabina.

            De nuevo, haciendo alarde de su gran velocidad y puntería, Iván dio cuenta de dos de ellos. Por mi parte, disparé al que se encontraba al descubierto y conseguí derribarle al tercer disparo.

            —¡Eh, tú! —le dijo al que se escondía detrás de las cajas— Eres el último. Ya puedes tirar tu arma y salir con los brazos en alto. Si lo haces te prometo una muerte rápida.

            El reverendo no obtuvo respuesta. Sin apartar ni su mirada ni su cañón de las cajas fue acercándose poco a poco. Yo, asustado, me cubrí detrás de la pared de una de las chozas.

            —¡Ultima oportunidad, escoria! —gritó Iván— ¿Sales?

            De nuevo, no obtuvo respuesta. El reverendo estaba ya a un metro escaso de las cajas. Súbitamente se escuchó un disparo. Sobresaltado, dejé caer mi arma al suelo. Temía que el traficante hubiese matado al reverendo, que permanecía inmóvil con el arma bajada. Sin embargo, no se desplomó, sino que agarró del cuello al traficante, al que al parecer había desarmado de un disparo. Recogí el revólver y me acerqué.

            Iván le pegó un puñetazo y cayó al suelo. Una vez me había acercado me dijo— ¿Sabes por qué llaman a este callejón el Callejón del hombre ahorcado? —negué con la cabeza— Es un misterio, pero sí sé por qué lo llamarán así a partir de ahora.

            Guardó su revólver y, mientras yo seguía apuntando al traficante, que permanecía quieto en el suelo, tomó una cuerda de una de las chozas y la colgó de una viga de una de las chozas. Hizo un nudo de horca y, agarrando al criminal del cuello, lo subió sobre una silla y le ciñó la cuerda al cuello. Dio una patada a la silla y le dejó colgar hasta morir. 

            Después de aquello recogió las armas de los muertos y todos los objetos de valor que encontró y nos fuimos hacia el bar en dónde se resguardaban mis antiguos captores. No obstante, cuando llegamos el sitio estaba desierto. En el suelo, delante de la puerta, yacían muertos dos hombres corpulentos que habían sido degollados. En la pared se podía leer escrito en sangre: “Jamás me encontraréis”.

            Recogí mis cosas y me fui a Emerald City. Nunca volví a encontrarme con el reverendo Iván Lafontaine.

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