Pieles secas
20
de septiembre de 2398
—¡Ah, Lester Marian! —exclamó Bill Grames— ¡Me alegro de
volver a verte!
—Lo mismo digo —le respondí
sonriente.
—¿Qué me traes esta vez?
—¡Siempre tan directo, sheriff!
Venga conmigo, se lo mostraré —le dije amablemente.
Salimos de la oficina y nos movimos
por las desiertas calles del pequeño asentamiento de Marianville hasta un poste
cercano a un puesto de comida, a las puertas de la valla que rodeaba el pueblo.
—¡Caramba! —gritó el sheriff
emocionado al ver lo que llevaba cargado sobre mi caballo— ¿Así que se
resistió, eh? Ese hijo de perra siempre fue muy escurridizo. No me puedo creer
que lo hayas matado.
—A él y a todos sus hombres —añadí—
¿Qué pasa, viejo roñoso? ¿Te cuesta desprenderte del dinero?
Examinó mi caballo y dijo—Murray el Tuerto
y dos de sus secuaces. Eso hace un total de mil doscientos doblones ¿Qué fue
del resto de la banda?
—Es una larga historia. Si quieres
que te la cuente tendrás que invitarme a una comida y unos tragos de bourbon de
Cannon City.
—Me conformaría con un resumen,
Lester. —me sugirió el sheriff.
—Fueron devorados por una manada de
pieles secas que aparecieron en su guarida de manera nada casual ¿Seguro que no
quieres invitarme a esa comida?
El viejo Bill estalló en carcajadas—
¡Lester Arthur Marian, el cazarrecompensas más ingenioso de la Confederación de
la Costa! ¿Qué digo? ¡de toda la costa y del interior! Está bien, no puedo
resistirme a escuchar esa historia.
—¡Estupendo, viejo! Por supuesto,
antes de nada, volveremos a la oficina y me darás esos dos mil doblones que me
debes. A tu edad es fácil tener despistes…
—Debe ser por los achaques de la
edad, pero he oído dos mil doblones.
—Sí, viejo. Es lo que he dicho.
—Creí haberte dicho mil doscientos
¿No me expresé con claridad?
—Sí, viejo. Dijiste mil doscientos,
pero la recompensa por Murray el Tuerto es de mil quinientos doblones y cada
uno de sus secuaces valían doscientos cincuenta. —saqué un cartel de “Se busca”
de mi zurrón y se lo mostré— ¿Lo ves?
—Sí, ese cartel ofrece esa cantidad.
Sin embargo, la actividad de su banda se redujo considerablemente durante estos
últimos meses, razón por la cual la recompensa bajó. Solo puedo darte mil doscientos.
—¡Venga ya! He eliminado a toda su
banda.
—Ah, ¡qué bien! ¿Me enseñas sus
cuerpos?
—Ya te lo he dicho, se los zamparon
los pieles secas.
—Sin cuerpo no hay recompensa, ya lo
sabes. Así que te daré mil doscientos —sentenció.
—¡Viejo cabezota! Si lo sé no me
molesto en darles caza. —gruñí.
—Venga,
volvamos a la oficina. Hace un calor insufrible hoy.
Regresamos a la oficina. El sheriff
retiró un cuadro de la pared y abrió la caja fuerte. Sacó una caja de caudales
y empezó a contar el dinero. Mientras lo contaba me dijo— Todo está muy tranquilo por aquí desde la boda ¡Caramba, no
te debes haber enterado aún! Nuestra Jane se ha casado con un terrateniente de
Ocean City nada menos.
—¿Jane?
¿¡Jane Barrow!? ¡No puede ser! Siempre pensé que sería una cazarrecompensas
como yo.
—Bueno,
aún puede serlo. Se ha casado, no se ha muerto.
—No
lo creo. La vida de un cazarrecompensas no es precisamente compatible con el
matrimonio.
—Tú
estuviste casado ¿No es cierto? —replicó.
—Precisamente
por eso lo sé.
—En
fin, ya está todo. —envolvió el dinero en un trapo y
me lo dio.
Guardé la recompensa en el zurrón y
le dije —¿Sigue en pie la comida? ¡Me
muero de hambre!
—¡Aún
es un poco pronto! —sacó su reloj de bolsillo y
añadió—. Sí, las doce y media. Bueno,
podemos hacer tiempo tomándonos unos vasos de bourbon.
—¡Así
se habla, viejo!
Volvimos al puesto de comidas y el
sheriff le pidió a Betsy, la camarera, que nos pusiera una botella de bourbon y
dos vasos. Nos sentamos en una mesa bajo el toldo y una vez estábamos sentados,
Bill me sirvió bourbon, llenó su vaso y me dijo—
Bueno ¿Me vas a contar la historia de los pieles secas?
—¡Sabía
que no te podrías resistir! —exclamé tras beber un trago
generoso de bourbon—Esta historia se va a extender
por toda la Confederación y me ha servido para comer y beber gratis. Así al
menos te sacaré parte de los ochocientos doblones que faltan.
—¡Psijita
tacaño! ¿Me vas a contar la historia o no?
Comencé a relatarle lo ocurrido:
“Llevaba ya tres semanas vigilando todos los movimientos de
la banda de Murray el Tuerto. Su banda contaba con unos veinte saqueadores, de
modo que un enfrentamiento directo difícilmente podía salir bien, ni siquiera
para un psijita. Mi primer impulso fue avisar a la milicia para que limpiasen
el lugar. Así al menos me llevaría los trescientos doblones que ofrecían por su
paradero. Monté en mi caballo y emprendí el viaje a Oceanville con esa idea.
Sin embargo, en el camino sucedió un incidente que cambió
definitivamente mis planes. Estaba ya a la altura de la granja Thompson.
Escuché gritos y gruñidos. Esa clase de gruñido inconfundible de los pieles
secas, o los wendigos, como los llaman en el norte. Cabalgué en dirección al
sonido con mi winchester ya preparada para taladrar unas cuantas cabezas de
esas alimañas y, cuando llegué, me encontré a cinco de esos seres arremolinados
a las puertas del granero de los Thompson. Abrí fuego sin pensarlo y los
liquidé sin el menor problema.
Una vez muertos, los Thompson
salieron del granero y me agradecieron efusivamente mi ayuda. Me contaron que
la noche anterior habían visto una manada de pieles secas cerca del bosque al
noroeste de la granja. Esos cinco que maté debían de haberse perdido, y
acabaron resguardándose en el gallinero.
Al llegar el día los Thompson
salieron para hacer sus labores diarias y se los encontraron. Habían matado a
todas sus gallinas y, lo que es peor, los habían visto. Corrieron al granero y
bloquearon la puerta esperando que finalmente se cansasen y se fuesen a otro
lugar. Según me dijo Oswald Thompson, había una cueva cerca de a dónde se
dirigían los pieles secas, con lo que era probable que se encontrasen allí.
Esas alimañas no son peligrosas en pequeños números, pero cuando se agrupan en
manadas pueden ser verdaderamente letales. No podía dejar que se quedasen allí,
tan cerca de un lugar habitado. Si hubiese llegado a ocurrir algo pesaría sobre
mi conciencia.
Fue entonces cuando se me ocurrió la
idea del millón. Tenía que sacar a esos engendros de allí y, por otra parte,
ocuparme de los saqueadores. Los pieles secas son rápidos, a pie me habría sido
imposible sacarlos de la cueva sin acabar devorado. Sin embargo, iba a caballo,
con lo cual no tendría ese problema. Me acerqué al bosque y empecé a disparar
al aire con Júpiter, con la esperanza de que el ruido les guiase hacia mí. Tuve
que disparar dos tambores enteros, pero, al recargar para iniciar la tercera
salva, vi como las criaturas avanzaban hacia mí.
Los pieles secas son gregarios.
Cuando una parte del grupo se mueve, ellos le siguen, así que no me resultó
difícil conseguir que fuesen todos tras de mí. Tras eso, tan solo tuve que
pastorearlos hasta que llegué al campamento de los saqueadores. Ahí avivé la
marcha, me escondí en una colina cercana y esperé a que esos palurdos los
atrajesen. Claro que cabía la posibilidad de que devorasen a la banda entera,
pero era un riesgo que debía correr.
No obstante, Murray el Tuerto no es
ningún estúpido. No sé cómo lo hizo, pero consiguió abrirse camino a caballo
con dos de sus hombres y salir del campamento mientras los pieles secas estaban
entretenidos devorando al resto de su banda. Cuando los vi salir tan solo tenía
que perseguirles.
La persecución fue dura. No estaban
dispuestos a entregarse y lanzaron sobre mí toda una lluvia de balas. Sin
embargo, gracias a mis reflejos de psijita, conseguí acertarles en el cuerpo
con mi revólver magnum del .44. Una vez derribados del caballo les disparé a la
cabeza para asegurarme de que no me darían problemas y los traje hasta aquí”.
—¡Una
historia digna del mejor cazarrecompensas de Nimbalia, sí señor! —exclamó mientras sostenía el vaso en alto— ¡Por Lester Arthur
Marian!
Brindamos y después le dije— Ahora solo queda encargarse de la manada de pieles secas,
pero eso es problema tuyo.
Continuamos bebiendo hasta vaciar la
botella y luego pedimos unos cuencos de estofado. Terminada la comida le
pregunté si había más saqueadores a los que dar caza. Me dijo que no. Sin más
asuntos que tratar en ese asentamiento monté en mi caballo y cabalgué en
dirección a Louisville en busca de nuevos trabajos.
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