Un viaje a Swatterburgh (segunda parte)

 

—¡Lester! —gritó una voz ronca— ¡Ábreme la puerta! Sé que eres tú.

            —Esa voz… —pensé. Desenfundé a Júpiter y entorné la puerta, apuntando con el cañón tras la hoja de madera.

            A través del intersticio que había abierto pude ver, entre las sombras, un gran sombrero negro de ala ancha y una sotana raída. Aquella figura ladeó la cabeza y dijo— Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos ¡Buenas noches, Lester!

            —¡Reverendo Lafontaine! —exclamé— ¿Cómo me has encontrado tan rápidamente?

            —Buena es la ciencia con herencia, y provechosa para los que ven el sol. La sabiduría comienza por respetar al Señor. Son sus pasos, Lester, los que me guían hacia ti. Mucho hay en tu alma que debe ser purgado, amigo, pero en el fondo, hay mucha bondad en ti y mucho temor de Dios.

            —¿Qué tienes contra Maximilien? Eres despiadado, pero siempre sueles serlo por buenos motivos… ¿Cuáles son?

            —Quizá deberías preguntárselo a él, Lester… y cuando lo hagas, puedes volver por donde has venido. Ahora, si no te importa, aparta de esa puerta; no es cortés dejarme expuesto a la intemperie —dijo mientras empujaba la puerta. Me aparté, enfundé el revólver y le dejé entrar.

            —¿De verdad esperas que renuncie a la recompensa? —le pregunté mientras cruzaba la puerta.

            Se quitó el sombrero y lo dejó sobre mi catre—¿Acaso pretendes interferir en el plan divino? Sabes muy bien que eso no puedo permitirlo.

            —Te iba mejor cuando cazabas narcotraficantes y saqueadores. Deberías plantearte volver a ello —le sugerí.

            —Ya lo creo que lo haré —dijo, esbozando una sonrisa—. Sin embargo, todo está muy tranquilo últimamente. Es el momento perfecto para lavar antiguos pecados.

            —¿Así que es eso? ¿Quieres hacerle pagar a Maximilien los pecados de su juventud?

            —¡Exacto! —exclamó, exultante— Escasa es la memoria humana, pero no tanto la del Señor. He escuchado su voz, Lester. Recibí su voluntad y ésta fue muy clara: Maximilien es culpable y debe ser castigado. Todo bajo el cielo pertenece al Señor, ¡sea mi cuerpo el recipiente que albergue su palabra!

            —Lo que tú digas, Iván —le respondí con desdén—. Mañana hablaré con Maximilien y me aseguraré de que confiese aquel atroz pecado por el que pretendes castigarle. Si no me convencen sus explicaciones, será todo tuyo.

            —Creo que no me has entendido. No le corresponde a Lester Marian juzgar los pecados. El veredicto ya ha sido pronunciado. No he venido a traer paz, sino espada.

            —No me gustaría tener que enfrentarme a ti —le aseguré—. Espero, por nuestro bien, que su pecado sea tan terrible como para merecer tu cólera.

            Iván recogió su sombrero, hizo una brusca reverencia y abandonó la habitación diciendo— Mañana, a medianoche, se ejecutará la venganza. Ahí descubriremos si eres fiel al Señor o cediste a las mentiras del maligno —se colocó el sombrero y desapareció.

            Estaba demasiado alterado, así que no podía dormir. Salí de la sala y me dirigí al bar. Puede que solo sirviesen matarratas, pero cualquier veneno me habría servido aquella noche. Tras varios tragos de bourbon, regresé y, por fin, pude conciliar el sueño. A la mañana siguiente, cuando ya el sol brillaba en lo alto, volví a visitar a Maximilien. Nos quedamos, de nuevo, a solas en la biblioteca y, tras informarle de la identidad de su perseguidor, comencé a interrogarle.

            Maximilien se mostró exageradamente perturbado. Afirmó varias veces que lo que Iván me había dicho no eran nada más que chaladuras, pero, ante mi insistencia, acabó contándome la verdad— Sí, soy culpable —dijo—. Debe protegerme de ese maniaco, señor Marian.

            —Primero debe explicarme de qué es culpable —le señalé.

            —Está bien —dijo con voz llorosa. Se llevó las manos a la cara y comenzó a relatarme lo ocurrido—. Yo era un joven jornalero en aquellos tiempos. No ganaba mucho dinero, pero, al menos, tenía lo suficiente para sobrevivir. El trabajo era duro y extenuante; en aquellos momentos habría hecho cualquier cosa con tal de poder vivir de una forma más relajada. Fue entonces cuando los conocí…

            —¿A quiénes conoció?

            —Eran una banda de saqueadores. Se hacían llamar los Toros de Shenandoah. Eran un atajo de degenerados y drogadictos, pero me ofrecían más dinero del que podía ganar como jornalero. Estaba harto, de modo que acepté.

            —No me extraña que Lafontaine vaya a por usted —le dije—. Odia a los saqueadores.

            —Tenga paciencia, señor Marian. La historia no termina ahí —tomó la botella de bourbon y dos vasos y dijo— Espero que no le importe que beba. De verdad lo necesito ahora mismo —colocó los vasos sobre la mesita y los llenó de bourbon hasta la mitad. Tras beber un trago profundo, continuó hablando— Hice algunos trabajos con ellos y conseguí una buena suma de dinero. Sin embargo, nunca me gustó tener que arriesgar la vida, de modo que decidí cambiar de negocio. Ahora que tenía dinero, tan solo necesitaba una buena idea, y la mejor de todas la había tenido delante de mis narices todo el tiempo. La drogadicción siempre ha sido una cosa muy común entre los saqueadores. Mientras estos existieran, los vendedores de sustancias seguirían ganando dinero a espuertas. Tan solo necesitaba a un químico…

            —Así que se metió a traficante ¿Es de ahí de dónde obtuvo su fortuna? —le pregunté.

            —Podría decir que no, pero sería una verdad a medias. Sí, gané mucho dinero con la droga. Sin embargo, la verdadera ganancia fue legal. Sí, obtuve los fondos de forma reprochable, pero mi imperio económico fue fruto de mi gran capacidad empresarial.

            —De un mal principio no puede venir un buen final, Maximilien. Puede ser que su imperio fuese construido de forma impecable, pero la más robusta de las torres no es nada sin unos buenos cimientos.

            —¡Pero he creado un imperio! Muchas personas pueden hoy en día comer gracias a mis cultivos —objetó.

            —Sí, es cierto. Puede incluso que el balance sea positivo. Sin embargo, ¿acaso debemos perdonar aquellos malos actos que vinieron seguidos de buenas consecuencias? No ofrecen ninguna buena recompensa por usted, Maximilien, así que nada debe temer por mi parte —le tranquilicé.

            —¡Gracias a Dios! —exclamó con alivio.

            —Sin embargo, si quiere mi protección, va a tener que convencerme de que merece la pena desafiar a Lafonteine para salvar su pellejo.

            Su temor se había disipado y en su rostro se había dibujado una expresión de ira. Me miró fijamente y dijo— ¡Hemos hecho un trato! Ese es suficiente motivo ¿Acaso no es usted profesional?

            —En circunstancias normales le daría la razón, señor. No obstante, el reverendo Lafontaine no es alguien con quien merezca la pena enemistarse… y menos por tres mil doblones.

            —¿Acaso le tiene miedo? —me preguntó con tono de reproche.

            —Si no tiene más argumentos para convencerme… —me di la vuelta y fui hacia la puerta.

            —¡Espere! Le pagaré los cuatro mil doblones que me pedía.

            —¿Sabe lo bueno de los cazarrecompensas? Cuando no atendemos a razones siempre cabe esperar que lo hagamos al tintineo de las monedas. Sin embargo, Maximilien, las condiciones han cambiado. Le pedí cuatro mil cuando era una amenaza vaga y desconocida. Sabiendo ahora lo que sé, no puedo bajar de los diez mil doblones. Le sugiero que lo acepte, pues no pienso regatear.

            —¡Es usted un sacacuartos! —refunfuñó Maximilien— No me queda más remedio que aceptar su oferta.

            —¡Excelente! Me pagará la mitad por adelantado.

            Maximilien no se molestó en ponerme más pegas. Me pagó lo acordado y me retiré hasta la medianoche. Iván se presentó ante la puerta del jardín. Había desarmado y atado a los guardias y permanecía quieto; esperando, intuía, a que yo apareciera.

            Una vez me vio acercarme alzó la voz y me dijo— ¿Tomaste una decisión?

            —Así es, reverendo. No puedo permitir que ejecutes tu venganza.

            —Me lo temía —tiró a un lado su sombrero y colocó su mano junto a la funda de su revólver—. Tendré entonces que gastar una bala más.

            Al instante acaricié yo también la culata de Júpiter, listo para desenfundar al menor movimiento de mi adversario. No era un duelo cualquiera; mi adversario, al igual que yo, era psijita. No gozaba de ninguna ventaja sobre él y eso me aterraba— Todavía estás a tiempo de retirarte, Iván —le dije—. No es mi deseo acabar contigo.

            —Estaba a punto de decirte lo mismo, Lester —replicó—. Trataré de no matarte, pero no puedo prometerte nada.

            El viento aullaba a espaldas de mi contrincante y la luz de la luna se reflejaba en una pequeña cruz de plata que colgaba de su cuello. Por lo demás, todo estaba quieto. Ni mi rival ni yo nos atrevíamos a desenfundar. Estábamos enlazados en una fiera mirada, tensa, callada, desafiante. Nervioso, agarré con fuerza a Júpiter… ¡Tarde! Iván había desenfundado y estaba a punto de hacer volar la primera bala.

            Conseguí rodar a tiempo, esquivando el disparo, y saqué a Júpiter. Rápidamente apunté y realicé mi primer disparo. Mi bala silbó, perturbando el viento, pero no dio en el blanco. Ahora estábamos uno tras el cañón del otro— ¡Nada he de temer cuando camine por cañadas oscuras, pues siempre voy contigo, Señor!

            Amartilló el revólver, listo para disparar su segunda bala. Hice lo mismo y acaricié el gatillo con mi índice— ¡Da media vuelta y vete! —le ordené.

            —¡Jamás! —gritó antes de efectuar varios disparos.

            De nuevo, rodé, logrando esquivar la mayoría de las balas. Sin embargo, una me había dado en un brazo. Intenté desarmarle de un disparo, pero, sin apenas tiempo para apuntar, le rocé el torso.

            Iván se había enrabietado. Me lanzó una mirada furibunda y disparó de nuevo. Con un fuerte impacto, Júpiter salió volando— En el día del sacrificio, yo, el Señor, castigaré a los magnates y a los hijos del rey. Castigaré también a los que dan un salto al cruzar la puerta, y a los que llenan de robo y de engaño las casas de sus amos.  El guardián de los impíos ha sido derrotado y es hora de hacer caer la ira divina sobre quienes ha sido ordenado el justo castigo.

            —¿Qué harás ahora, Iván? —le pregunté, asustado— ¿Vas a matarme?

            —No quisiera negarte la oportunidad de redimirte. Te dispararé en la rodilla para que no interfieras más —me dijo. Amartilló de nuevo y, tras un leve chasquido… no ocurrió nada.

            Antes de que pudiera recargar me abalancé sobre él y lo derribé. Forcejeamos, rodando por el suelo, y acabamos enzarzándonos en un vendaval de golpes y puñetazos que se prolongó hasta el momento en que ambos quedamos exhaustos.

            —¡Ya basta! —grité, entre jadeos— No tiene sentido que sigamos peleando.

            —Entonces hazte a un lado, ¡deja que cumpla mi misión! —respondió, también sin aliento.

            —Sentémonos un rato a hablar —le sugerí—. Si después sigues empeñado en llevar a cabo tu cometido, retomaremos la contienda.

            —¡Está bien! —me concedió.

            Nos sentamos en el suelo y comenzamos a hablar— Escúchame —le dije— ¿Crees de verdad que el Señor te ha encomendado esta misión?

            —Evidentemente —respondió con total seguridad—. Todo cuanto hago lo hago siguiendo su voluntad.

            —¿No podrías haberte equivocado al interpretar su voluntad? —le pregunté— Piénsalo bien, si Dios quisiera que Maximilien fuese castigado, ¿habría permitido que yo me involucrase en sus planes?

            —Tu presencia aquí es ajena a la voluntad de Dios, Lester —replicó—. Fuiste engañado por el Maligno para interferir en el plan divino. Conozco bien sus tretas.

            —No, Iván ¡Piénsalo bien! Maximilien vivió un pasado criminal y pecaminoso, pero hace mucho tiempo de aquello. Ahora es una persona honrada.

            —¡Construyó su vida honrada con la sangre de sus víctimas! —exclamó— Debe pagar por ello.

            —¿Acaso no hay espacio en el plan de Dios para el arrepentimiento? El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia.

            Se quedó pensativo unos instantes, me miró fijamente y, finalmente, concluyó— Es curioso el efecto que tienen unas pocas monedas en un mercenario; por ellas es capaz incluso de citar La Biblia —. Se puso en pie y me ofreció su mano.

            Con su ayuda, me puse en pie y le dije— ¿Has tomado ya tu decisión?

            —Tus palabras no son fruto de la devoción, sino del dinero —aseveró. Mis músculos se tensaron, preveía que, en cualquier momento, volveríamos a enzarzarnos en el combate. Tras una pausa que se me hizo eterna, continuó hablando— ¡Realmente los caminos del Señor son inescrutables!... El Señor, sin lugar a duda, ha usado tu devoción por el dinero para aclarar mi confusión ¡Llévame ante Maximilien inmediatamente! Hay algo que debo comprobar. No temas, no he de hacerle daño.

            —No dudo de tu palabra, pero no creo que ni los guardias ni el propio Maximilien te permitan entrar armado ¡Déjame tu revólver! Te lo devolveré cuando salgamos.

            —Me sentiría muy desprotegido si te lo entregara.

            —No temas, yo te protegeré —le aseguré. Recogí mi revólver, que había quedado maltrecho, y lo guardé en su funda— Tendré que hacerle una visita al armero… ¡Otra vez! —pensé.

            Sin poner más objeciones Iván me entregó el arma. Lo cargué con mis cartuchos del .44 y entramos a la mansión. Pese a las objeciones de los guardias, conseguimos finalmente llegar hasta la biblioteca en la que nos habíamos reunido las veces anteriores. Le pedí a uno de los guardias que despertase a Maximilien y le esperamos sentados en el sofá.

            Nada más cruzó la puerta y se fijó en el reverendo, me miró y dijo— ¡Esto no es lo que acordamos, señor Marian!

            —¡Guarde silencio y escuche! —le ordené— Mi trabajo era mantenerlo con vida y, si no se comporta de manera insensata, así será.

            Iván se levantó y se acercó a Maximilien— Vine aquí a castigarte por tus pecados. Sin embargo, he decidido darte la oportunidad de demostrarme que éstos ya fueron expiados.

            Maximilien tembló. Cayó de rodillas y comenzó a llorar— ¡Sí, cometí muchos errores en mi juventud! Sin embargo, mira todo lo que he sido capaz de construir. Swatterburgh jamás habría llegado a ser tan próspera de no ser por mí ¿No es esa una razón suficiente para perdonarme la vida?

            —Sí, es cierto que tu egoísmo mejoró la vida de muchos. Ya sé que no es por la benevolencia del carnicero por lo que podemos comer carne. Sin embargo, no es eso lo que he venido a juzgar. Dime, Maximilien, ¿qué sentimientos alberga tu corazón?

            —En el pasado realicé actos terribles, lo sé, pero ese hombre ya no soy yo ¡Lo juro! —dijo entre lágrimas.

            Me puse en pie yo también e intercedí por Maximilien— Hay verdad en sus lágrimas, Iván. De hecho, cuando me confesó su pasado criminal, necesitó adormecer su mente con alcohol para rememorar sus torcidos actos.

            —Dime, Maximilien, ¿qué harás si tu vida es perdonada? —le preguntó Lafontaine con aire perentorio.

            —Poco me queda ya por hacer, reverendo —se lamentó—. Tan solo quiero pasar tranquilamente los días que me queden.

            —¡Pobre infeliz! —exclamó Lafontaine— ¿Ni siquiera intentarás tranquilizar tu conciencia?

            —¿Qué crees que hice durante estos años? Por el amor de Dios, he contratado para trabajar en mis plantaciones a todo tipo de almas descarriadas —su voz adquirió entonces un tono de reproche—. Pero eso lo sabrás bien, ¿verdad? Tú te encargaste de matarlos. No soy ni la mitad de monstruoso que tú, ¡bastardo!

            —¡Yo ejecuto la voluntad de Dios! —gritó Iván. El grito fue tan violento que estremeció a todos cuantos allí estábamos— ¿Cómo podría dejar con vida a alguien tan arrogante como para cuestionar el plan divino?

            —¡Ya basta, Iván! —le regañé— No te traje aquí para esto —miré a Maximilien, que se había puesto en pie, y le dije— En cuanto a usted, debería tener más cuidado con lo que dice. Esta noche podríamos solucionar su problema, pero para ello necesito de su cooperación —me acerqué al mueble bar y vertí bourbon en tres vasos. Cogí uno y di sendos vasos a Iván y Maximilien para, a continuación, decir— Esto es lo que vamos a hacer: beberemos y brindaremos por la pacífica resolución de este conflicto; usted, Maximilien, mostrará humildad ante este ministro del Señor y, tú, Iván, serás más indulgente a la hora de juzgarle ¿De acuerdo?

            —No soy famoso por mi indulgencia, Lester —replicó Iván—. Sin embargo, prometo tener en cuenta el propósito de enmienda de Maximilien.

            Le hice un gesto de satisfacción y luego le dije a Maximilien— ¿Qué responde usted?

            Maximilien, que estaba ya más tranquilo, respondió— Me sorprende, señor Marian. Admito que puede ser más diplomático de lo que pensaba —se acercó al reverendo, hizo una sutil reverencia y añadió—. Le pido perdón por mi soberbia.

            Tras enumerarle a Iván todas sus buenas obras, éste se compadeció de él, recuperó su revólver y se fue para no volver. Yo cobré los doblones que se me debían y, tras una visita al doctor, regresé a Marianville. En cuanto a Maximilien, que había desarrollado un profundo temor, no sé si a Dios, pero desde luego sí al reverendo Iván Lafontain, comenzó a destacar por su inmensa labor filantrópica.

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