Un viaje a Swatterburgh (Primera parte)

Marianville, 10 de junio de 2386

            Aquella noche me encontraba en The sunken kell, el bar de Marianville. Era un edificio de dos plantas erigido sobre una plataforma de madera y con una sencilla balaustrada que formaba un pasillo al que los bebedores habituales salían para tomar el fresco. Estaba completamente pintado de blanco y era escoltado por dos sencillas chimeneas de piedra. Su interior era espacioso y estaba provisto en la planta baja de una gran barra repleta de bebidas y con grifos para cerveza, tras la cual, separada por una pared, se encontraba una cocina que conectaba con una despensa con provisiones de víveres y bebidas espirituosas. Las paredes estaban decoradas con cuadros y macetas colgantes que contenían prímulas y pensamientos. Desde la planta superior, se podía ver la planta baja, ya que el suelo se disponía solo alrededor de las paredes y estaba delimitado por una barandilla. Allí había butacas y mesas provistas de pequeñas lámparas de queroseno. Se trataba de un edificio sencillo, rectangular, pero muy cuidado. Sobre una mesita tras la barra se encontraba una elegante radio de madera, que a veces James, el dueño del local, encendía para escuchar las últimas noticias de Ocean City radio y la música que solían poner.

 Los Scrugs brothers, dos banjistas famosos de la ciudad de Ocean City estaban tocando Foggy Mountain Breakdown en una esquina, mientras la buena gente de Marianville bailaba y bebía cerveza y licores o cenaba tranquilamente mientras escuchaba la música. Podía percibirse la alegría de la gente con tan solo mirarla. Yo, por mi parte, estaba sentado en una mesa de la planta baja con mi buen amigo Bill Grames, que, como gran entusiasta del bluegrass, me contaba que los dos hermanos se dedicaban principalmente a tocar las grandes composiciones de Earl Scrugs, un famoso músico de la antigua civilización.

            —Tienen mucho éxito en toda la Confederación. Son tan famosos que suelen tocar para la radio. Seguro que alguna vez los has escuchado —me dijo entusiasmado tras beber un buen trago de cerveza.

            —Seguramente —afirmé—. Últimamente no ha parado de oírse por la radio esa canción de Oh, death.

Oh, death. Oh, death. Won’t you spare over ‘till another year —cantó.

            —Eso es lo que me dicen todos —bromeé.

            —Lester Arthur Marian, el cazarrecompensas más letal de la costa.

            Los banjistas empezaron a tocar Cripple Creek y el público se deshizo en aplausos y vítores— Bueno, Bill, ¿vas a contarme por qué me pediste que viniera esta noche? —le dije.

           —No quería que te perdieras esto —me dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. Además, quizá haya una oportunidad laboral que te pueda interesar.

            —Soy todo oídos, viejo —le respondí.

            —Ten paciencia y espera a que terminen de tocar. Te prometo que no te decepcionarán. Mientras tanto, ¿qué te parece si le pedimos a James un buen plato de bacalao frito y un par de botellas de cerveza?

            —Viejo zorro, ¡cómo me conoces! Está bien, sabes que nunca rechazo una invitación.

            Bill le hizo una señal a James y se lo pidió. Cuando James se retiró Bill me dijo— Ya lo verás, ¡es una oportunidad única! —el viejo Bill permaneció en silencio mientras esperaba la comida. Fijó por completo su atención en la canción que estaba tocando la banda, que no era otra que Orange Blossom Special.

            Al rato, James regresó con una bandeja llena de pescado frito y dos grandes botellas de espumosa cerveza. Hambriento como estaba, le hinqué el diente a aquel jugoso manjar con tal ansia que tuve que beber un gran trago de cerveza para poder tragarlo.

            —¡Más despacio, Lester! —me dijo Bill, soltando una sonora carcajada— A este paso no llegarás vivo a Swatterburgh.

            —¿¡Swatterburgh!? —grité, escupiendo la cerveza y bañando a Bill de espuma— Eso está en la otra punta del país, Bill. Ni por mil doblones iría hasta ese estercolero.

            —Son dos mil los que te ofrezco, Lester —dijo mientras se limpiaba con una servilleta—. Venga, Lester, has ido mucho más lejos.

            —Sí, a lugares que merecen la pena ¿Qué hay en Swatterburgh además de mierda y orines?

            —Maximilien de Swatterburgh —dijo, sonriendo.

—¿Eso debería convencerme? A ver con que estrafalario contrato me quieres liar ahora…

            —Maximilien es un hombre muy rico —aseguró—. Parece ser que su vida está siendo amenazada y ha hecho colgar carteles por todos los rincones de nuestro país en busca de un psijita que le ayude a poner fin a su delicada situación.

            —¡Bah, si tiene tanto dinero ya se habrá rodeado de guardaespaldas! Probablemente para cuando llegue ya habrán solucionado el problema.

            —No tienes nada mejor que hacer, Lester —dijo, secamente—. Además, eres el único psijita que hay por estos lares. No deberías tener competencia.

            —Quizá —respondí, pensativo.

            —Piensa en la cantidad de bourbon y tabaco que podrías comprar con dos mil doblones…

            Callé unos instantes y concluí— Está bien, aceptaré el contrato. Sin embargo, cuando vuelva espero que me invites a otra cena como la de hoy.

            —¡Eso está hecho! —exclamó jovialmente— No te olvides de decirle a Maximilien que vas de parte del sheriff de Marianville.

            —¡Dalo por hecho! —terminé de beberme mi cerveza, rebañé las últimas migajas de pescado y me puse en pie.

            —¿Ya te vas?

            —Sí, prefiero retirarme antes de que llegue la cuenta, Bill —le respondí—. Además me espera un largo viaje, tengo que prepararme.

            —¡Maldito psijita tacaño!

            —Sí, Bill, haz como que eso te importa. Buenas noches.

            Me retiré a mi casa, me desvestí y dormí hasta el amanecer. Tras un sustancioso desayuno, me enfundé mi revólver del .44 y mi rifle winchester, guardé munición y provisiones en las alforjas de Kentucky y partí de camino a Swatterburgh. Tenía un viaje de cuatro días por delante que se presentaba harto monótono. No había trabajo por la zona, de modo que los caminos eran bastante seguros; no tendría que preocuparme por los saqueadores y los pieles secas.

            Así fue, en efecto, pues pude llegar a Swatterburgh sin incidente alguno, aunque muy incómodo por haber pasado tanto tiempo cabalgando y durmiendo a ras de suelo. Como acostumbraba, lo primero que haría, una vez hubiese llevado a Kentucky a los establos y guardado mis enseres en una habitación de algún cuchitril roñoso, sería pasarme por el primer bar que encontrara.

            Swatterburgh era poco más que un amasijo de escombros y chabolas de madera y chapas de metal rodeado por una valla de chatarra, pero no tardé demasiado en dar con un bar que, pese a servir un bourbon verdaderamente infame, cumplió aceptablemente su propósito. Una vez había tomado un par de tragos pregunté por Maximilien y me dirigí a su finca, un vasto territorio ajardinado rodeado por un gran muro de piedra. Entre los jardines, una gran casa de piedra blanca con un gran porche delimitado por varias columnas se alzaba, imponente, contrastando con la precaria arquitectura del resto de construcciones de la ciudad. Por el jardín campaban ardillas, mariposas y libélulas, que corrían alertados por los criados cuando se acercaban a cuidar de las plantas.

            Solo había un acceso a los jardines que daban a la casa, una puerta de hierro forjado protegida por dos guardias armados con escopetas y ataviados con sombreros de fieltro gastados y camisa y chalecos raídos. Cuando me acerqué, me encañonaron y me ordenaron que me detuviera. Saqué un cartel doblado de mi zurrón y se lo entregué para hacerles saber que venía por la recompensa. Uno de ellos, sin apartar el cañón doble de su escopeta, caminó detrás de mí hasta llegar al porche, donde un segundo guardia tomó el relevo y me llevó con precaución hasta una pequeña biblioteca en la primera planta.

            —Señor, ha venido un cazarrecompensas —le dijo a Maximilien, un hombre de unos sesenta años, de piel arrugada, barba canosa y poblada y una alopecia incipiente medianamente disimulada.

            Maximilien, que estaba ataviado con un batín de seda blanca, dejó en una elegante mesita el libro que estaba leyendo, se puso en pie y me examinó detenidamente. No pronunció palabra alguna durante un buen rato, limitándose a recorrer mi cuerpo con su mirada. Tratando de romper el incómodo silencio le dije— Vengo de parte del sheriff de Marianville.

            —¡Ja! ¿Esto es lo que me envían? Escucha, muchacho, tal vez seas un tirador competente, pero eres demasiado joven; dudo que tengas la experiencia necesaria para cumplir este contrato…—me dijo con arrogancia.

            —Soy más veterano que usted, Maximilien —le interrumpí— ¿Qué tal si me sirve un licor que pueda beber sin lamentarlo y discutimos los detalles?

            —¡Qué descarado! —exclamó Maximilien. Hizo un gesto desdeñoso al guardia para indicarle que se retirase. Tras una breve muestra de displicencia el guardia se retiró y cerró la puerta tras de sí— He oído hablar de ti —continuó—. Eres Lester Arthur Marian, si no me equivoco.

            —Así es —dije, bastante complacido por haber sido reconocido.

            Maximilien, que había leído mi orgullo en mi sonrisa de satisfacción, me espetó— Sí, su fama le precede —tomó asiento en una butaca que se me antojaba realmente cómoda y entrelazó sus dedos sin apartarme la mirada—. Sin embargo, no es por su brillantez y capacidad por lo que le he reconocido, me temo.

            —¿Entonces? —pregunté, desconcertado.

            —¡Su zafiedad, hijo! Viene a mi casa y lo primero que hace es exigirme un trago…

            —Lamento ofender sus refinadas maneras. Le libraré de mi presencia de inmediato. —le dije, haciendo ademán de dirigirme a la puerta.

            —¡Espere, hijo! —me dijo atropelladamente— No he dicho que no quiera sus servicios.

            Me di la vuelta al momento y me senté en una butaca— Bourbon solo, por favor.

            No sin dejar patente su indignación, Maximilien se levantó y fue a un pequeño mueble. Tomó una licorera de cristal tallado y un gran vaso y me sirvió una copa.

            Tal vez pudiese sacarle algo más de recompensa a aquel viejo petulante, de modo que le dije tras disfrutar de un trago del exquisito bourbon que me había servido— Antes de nada, debemos dejar clara la cuantía que se me pagará. Creo que cuatro mil doblones sería una suma justa.

            —¡Cuatro mil doblones! ¿Tan rápido se le ha subido el bourbon a la cabeza? —dijo, enfadado. Le pagaré la recompensa que acordé: dos mil doblones.

            —Tal y como yo lo veo, señor, puede usted tomar mi oferta o rezar para que aparezca otro psijita.

            —¡Es usted odioso! —refunfuñó.

            —Me lo dicen mucho. Puede usted odiarme todo lo que quiera… si me paga.

            —¿Qué hará si me niego? Ha hecho un buen viaje hasta aquí, ¿va a volver a su casa con las manos vacías?

            —Eso dependerá de usted —le dije, lanzándole una mirada desafiante.

            —Le daré dos mil quinientos —dijo con resignación.

            —Se va acercando, señor, pero todavía puede mejorarlo. Que sean tres mil quinientos.

            —Tres mil —gruñó—. No le pagaré más.

            —Está bien, tres mil —apuré el bourbon y me serví otro vaso—. Hábleme del caso.

            —Todo comenzó hace aproximadamente un mes, cuando hubo un incendio en una de mis plantaciones de maíz. Todo habría quedado como un accidente de no ser porque, al día siguiente, aparecieron varios de mis jornaleros destripados en otra plantación. Nadie vio nada ni oyó nada. Por si fuera poco, todas las noches escucho extraños ruidos alrededor de mi mansión. Sin embargo, los guardias que he apostado nunca han visto nada sospechoso. —La cara de Maximilien había cambiado. Su color, más bien bronceado, se había disipado, y lucía una mirada de intensa preocupación— . Tengo miedo. Tengo mucho miedo. Temo que en cualquier momento mi vida toque su fin a manos de ese bastardo o que le haga daño a alguien de mi familia.

            Le miré a los ojos y, con un tono suave, le dije— Ahora no tendrá que preocuparse. Yo estoy aquí. Lo primero que necesito saber es si conoce a alguien que pudiese desearle tanto mal. Podría tratarse de un competidor que haya decidido jugar sucio.

            —Todo eso ya lo había contemplado —me aseguró—. No tengo ningún enemigo tan osado.

            —Tiene que haber alguna pista —aseguré—. Comenzó atacando sus plantaciones, ¿no ha vuelto a producirte ningún incidente de esa índole?

            —No desde que doblé la seguridad. Es menester acabar rápidamente con esta situación. Me está saliendo carísimo mantener seguras mis plantaciones.

            —Esta noche montaré guardia. Con suerte, el asaltante aparecerá y, si no consigo atraparlo, por lo menos dejará alguna pista tras su huida.

            —Muy bien. Daré instrucciones a mis guardias, si necesita su apoyo tan solo tiene que solicitarlo.  

            Me despedí de Maximilien y regresé al cuartucho que había alquilado para descansar hasta el anochecer. Volví a la mansión y recorrí los caminos de los jardines en busca de algún ruido extraño. No ocurrió nada. Pasaron varias horas, tranquilas, lentas, pesadas, sin que el misterioso acosador hiciese su aparición. Casi parecía que estaba al corriente de que yo estaba vigilando. Sin embargo, no eran más que conclusiones apresuradas, pues, un rato después comenzó a escucharse una extraña canción. Desconocía el idioma en el que estaban cantando, pero la canción, animada y a la vez lúgubre, tenía cierto cariz sobrenatural, como si los propios ángeles estuvieran cantando.

            Valiéndome de mis reflejos psijitas corrí en busca del origen de la música. Conforme me acercaba, podía distinguir más nítidamente algunas palabras de la canción, hasta que pude escuchar una parte del estribillo que decía— Ad mortem festinamus, peccare desistamus.

            Llegué hasta el muro y, con un potente salto, me encaramé en las ramas de un árbol cercano. Me coloqué encima del muro y rodé sobre el suelo para atenuar el impacto. La canción había cesado, sustituida por un rítmico temblor acompañado de varios chasquidos. Pese a la oscuridad, pude distinguir una silueta disolviéndose entre la maleza. Eché a correr tras ella y desenfundé mi revólver. Me metí de lleno entre los árboles siguiendo más a mi oído que a mi vista. Sorteando piedras, troncos caídos y árboles, atravesé el bosque hasta llegar a un riachuelo. Había perdido el rastro.

            —¡Mierda! —pensé en alto. Regresé junto al muro y llamé a los guardias; necesitaba luz.

            Una vez se presentaron los guardias examinamos el lugar; con algo de suerte el desconocido, espoleado por la prisa, habría dejado alguna pista. En el suelo tan solo encontramos las huellas de sus botas impresas en la tierra húmeda y una cuartilla de papel garabateada. La guardé en mi zurrón para revisarla más tarde y volví a meterme entre los árboles siguiendo sus huellas. No pude sacar gran cosa, salvo un trozo de tela negra que se había enganchado en las ramas de una zarza. No había muchos hilos de dónde tirar, pero, tal vez, la nota proporcionase importante información.

            Regresé a mi habitación y leí la nota. Entre que había sido escrita aprisa y que una parte estaba en una lengua antigua, perdí muchos detalles. Sin embargo, pude leer lo siguiente:

A quien no conoce el temor a Dios habré de hacerle llegar el temor al hombre. Más vale tener poco con temor del Señor que muchas riquezas con grandes angustias”.

            —Esto me recuerda a alguien —pensé— ¿Podría ser…? — un incesante golpeteo en la puerta interrumpió mis pensamientos.


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