Los contrabandistas del Callejón del Ahorcado (Parte 1)

 

17 de junio de 2398

Abrí los ojos. Nada del lugar en el que me encontraba me resultaba familiar. Nada salvo el dolor palpitante que atravesaba mi cráneo, el sabor de la sangre manando de mi boca y el inconfundible aroma a cerrado que casi podía paladearse en cualquiera de los edificios antiguos, como un funesto perfume que atestiguaba la caída de la antigua civilización. Me encontraba tendido en el suelo, maniatado, en algún oscuro lugar de las ruinas de la vieja ciudad. En aquel mar de tinieblas apenas podía reconocer las dimensiones del cuarto en que me hallaba. Sin embargo, a juzgar por el retumbar de mis propios jadeos, no debía de ser muy grande.

— Estoy muerto— pensé.

            Un grito atronador interrumpió el silencio— ¡Hildegard!¡Corre, Hildegard, ven aquí! —. Todo volvió a la calma.

            —¡Hildegard! ¡Mueve tu culo hasta aquí ya! — gritó de nuevo— ¡Maldita mujer! —. Se oyó entonces un fuerte golpe en la pared, como el ruido de un puñetazo lanzado con furia—¿¡Dónde se habrá metido!?¡Hildegard, puta yonki, ven aquí, ya!

            El suelo comenzó a crujir. Tras unos instantes pude escuchar la voz agriada de una mujer— ¡Ya te he oído, Deer Skull! No pretenderás que pague más, ¿verdad? Te lo vuelvo a repetir, ya entregué a la banda su parte del botín—. Comenzó a abrir el pestillo. La puerta quedó entornada y entró una pequeña columna de luz que me permitió darme cuenta de que estaba en una especie de despensa. En el mismo momento en que la puerta comenzó a abrirse me percaté de que, efectivamente, iba a morir.

            No era la primera vez que lidiaba con saqueadores. Me crie en una pequeña granja cercana a Cannon City, en el corazón de la Unión de las milicias del Este. Los ataques de saqueadores eran el pan de cada día para los granjeros. Esos parásitos vivían a costa de la buena gente de todo el país. Muchos se contentaban con robar las provisiones y los objetos de valor, pero otros, los más fieros, psicópatas y violentos con sus mentes deformadas por las drogas, secuestraban, torturaban, violaban, mutilaban y asesinaban a cualquiera que tuviera la desgracia de cruzarse en su camino. Efectivamente, ese era mi caso. No, estos no podían ser unos saqueadores cualesquiera. No solo me habían robado todo cuanto tenía, sino que me habían dejado inconsciente para llevarme Dios sabe a dónde.

            —¡Cierra esa puerta, furcia! —gritó Deer Skull—. Esta presa es para mí.

            —Venga, déjamelo un rato. Es muy guapo. Te prometo que no le haré daño. Estará entero para ti. —suplicó Hildegard.

            —¡Estate quieta! No te he llamado para que violes a mi prisionero. Verás, zorra, han desaparecido varias dosis de zen de la caja de drogas ¿Tú no sabrás nada, claro?

            —Yo no he robado nada. —respondió Hildegard titubeante.

            —Deja que te recuerde que hace un mes cogiste las dosis de Bulldog y Toad. Tuve que encerrarlos una semana hasta que pudimos encontrar más zen ¡Estuvieron a punto de matarme! —. Se oyó un golpe seco y Hildegard cayó al suelo.

            —¡Lo pagué enseguida!

            —Y por eso no te maté entonces —respondió tajantemente—. Tienes suerte de que esté de buen humor, si no irías ahora mismo a hacerle compañía a mi prisionero. Sin embargo, mi piedad tiene un precio. Robaste las drogas, ¿verdad?

            —Esos putos traficantes cada vez suben más el precio. Apenas entra nada en la caja desde hace un mes. No aguantaba más, Deer Skull —gimoteó.

            —Por suerte, a partir de ahora habrá más dosis para la banda.

            —¿Has encontrado un nuevo proveedor? —preguntó extrañada.

            —No, voy a reducir la población —Hildegard volvió a caer al suelo, esta vez sin vida, supuse— ¡Toad, Bulldog, venid aquí!

            El suelo crujió bajo los pasos de Bulldog y Toad que, a juzgar por el ruido, debían de ser muy corpulentos.

            —¡Jefe! —gritó uno con voz ronca, casi como el gruñido de un cerdo.

            —Recoged este desastre. En cuanto a Hildi, podéis hacer lo que queráis con ella.

            —Siempre me dabas largas —dijo entre carcajadas—. Ahora ya no podrás hacerlo, furcia.

            Pude oír como arrastraban el cuerpo de la ya fallecida Hildegard. En ese momento no pude evitar sentir lástima por ella. Una vez el ruido se disipó Deer Skull abrió la puerta. Cegado por la luz, apenas pude ver nada de lo que ocurrió.

            —¡Buenos días, cielo! —dijo con una voz desquiciada— Veo que ya despertaste. Bien, entonces podemos empezar.

            Estaba paralizado por el miedo. Tenía tanto pavor que no podía ni suplicar. Se acercó tanto a mí que podía oler la mezcla de sangre y barro secos de sus botas. En ese momento una profunda arcada sacudió todo mi ser. Sin embargo, no vomité. No tenía nada que vomitar.

            —¿Cómo te llamas, despojo?

            Permanecí en silencio.

            —Te he hecho una pregunta —dijo tras darme una patada en la cara.

            —Charles. Me llamo Charles —dije entre sollozos.

            —¿No te diviertes? —preguntó con gravedad— Me gusta que mis víctimas se lo pasen bien. Es una pena que no puedas disfrutarlo tanto como yo ¡En pie, escoria!

            Me agarró de un brazo y me levantó. Era un hombre inmenso; debía medir casi dos metros. Tenía una faz cuadrada con la mandíbula muy marcada y una barba poblada color castaño. Su pelo era largo y le llegaba hasta el comienzo de la espalda. Vestía un saco de arpillera remendado y llevaba una calavera de ciervo sobre el hombro derecho. Se había atado unos pantalones vaqueros raídos con una cuerda, de la cual colgaba un sable en pésimas condiciones. Guardado en una funda llevaba un revólver improvisado que parecía irse a desbaratar al primer disparo.

            Sin soltarme del brazo me sacó de aquel nicho y me llevó a lo que, salvo por los cuerpos mutilados y medio putrefactos, parecía un antiguo bar. Había una mesa de billar empapada de sangre sobre la cual habían dispuesto los testículos de varias de sus víctimas. Sobre la barra del bar descansaban varios torsos y, dispuestas sobre las botellas, se podían ver las cabezas de algunas víctimas.

            —¿Te apetece una partida al billar? —me preguntó— Por cada juego que ganes te dejaré conservar un trozo de tu carne.

            Evidentemente no me creí semejante promesa. Sin embargo, con un poco de suerte me liberaría las manos para poder jugar, con lo cual tendría una mínima posibilidad de escapar— De acuerdo, jugaré —dije entre temblores.

            Deer Skull desenvainó su sable y cortó la cuerda. Me dio un taco y dijo— Empiezas tú.

            Intenté golpear las “bolas” con naturalidad para no contrariar a mi captor. Sin embargo, apenas se deslizaban.

            —A este paso dentro de poco formarás parte del juego —dijo Deer Skull mientras se preparaba para golpear.

            Parecía muy concentrado en el juego y había dejado expuesta la funda del revólver. Cavilé si sería capaz de arrebatárselo sin que se diera cuenta y, finalmente, me decidí a extender la mano para agarrarlo. Sin embargo, antes de que pudiera cogerlo golpeó la bola con el taco.

            —¡¿Has visto cómo se juega?! —volvió concentrarse en el juego y, por segunda vez, intenté coger el revólver, esta vez con éxito.

            Amartillé el arma y le apunté directamente a la cara. No sin cierta satisfacción le espeté— ¡Eh, imbécil!

            —¡Qué has dicho! —gruñó. Apartó su mirada de la mesa de billar y comenzó a reírse de forma desquiciada— ¡Toad!¡Bulldog!

            Comprendí que no podría salir de allí sin luchar. Decidido, disparé el arma. La bala le arrancó la oreja de cuajo haciéndole gritar de dolor. Volví a amartillar el revólver y disparé. Erré el tiro. Estaba demasiado nervioso. Me temblaba el pulso.

            —¡Voy a pintar este bar con tu sangre! —me amenazó— ¡Toad!¡Bulldog!

            Disparé una vez más, esta vez apuntando al cuerpo y conseguí acertar en el abdomen. Deer Skull cayó de bruces maldiciéndome. Corrí hacia la puerta. Me asomé para comprobar si veía a Toad y Bulldog y, una vez vi que la zona estaba despejada salí corriendo.

                        El cielo estaba cubierto por nubes que clareaban dejando ver un cielo rojizo por el atardecer. Había una deliciosa y fresca brisa que me acariciaba la cara, atenuando el dolor que aún sentía en la cabeza. A mi derecha se alzaba un puente de piedra que, si bien estaba sucio y ligeramente dañado, había resistido los casi 400 años que habían pasado desde su construcción. Un reguero de pintura amarilla brotaba desde el puente hasta el final de la calle, que transcurría perpendicular a donde me encontraba.

            —¡El camino amarillo! —recordé— Ese sendero marca el camino a Emerald City.

           

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